La zona, al suroeste -linda con el centro y el arranque de la A-7, tramo de la autovía del Mediterráneo que conecta con Valencia e interconecta mar y montaña-, es casi un resumen de Sant Vicent del Raspeig: lugar de paso, pero con invitación a quedarte. Una plaza moderna, cervecerías, parques, centros comerciales, avenidas, los juzgados… hasta una peluquería que se anuncia en la fachada pero a la que se accede por la portería vecinal. Como trasfondo abierto, torre y cúpula de la principal iglesia de San Vicente, donde comenzó todo (la otra, la vanguardista de la Inmaculada Concepción, germinó en 1965, retocada en los 90). En la cercanía, la Universidad. Con estanques.
Por aquí paseaba su inquieta y detallista humanidad el periodista y escritor Ismael Belda (1953-2018); por aquí, de hecho, vivió sus últimos años, regalándonos observaciones y reflexiones. Y haciéndonos esta ciudad tan suya como su contiguo Alicante natal, impregnada de pura esencia sincretista, espíritu abierto que ha sumado personas de toda edad, origen o sexo, con muy activo Ayuntamiento e iniciativas como las de su concejalía de Integración e Igualdad.
Tras el puente de la autovía
“Vente, si hasta tienes tranvía”, decía Ismael. El tren metropolitano, aunque acudas en coche, nos acompañará un buen trecho. Desde el 4 de septiembre de 2013, a Alicante y San Vicente las vuelve a unir un tranvía (en 1906 la Diputación concede la explotación de la línea 3, operativas todas hasta noviembre de 1969). El ferrocarril también para aquí (desde 1858, aunque la línea C-3 en principio abandonó la vieja estación, que pudo ser Museo del Ferrocarril, desde mayo de 2016 en el antiguo edificio consistorial, del XIX).
El telón puede abrirse tras pasar bajo la A-70 (autovía de circunvalación de Alicante), que cruza la avenida de Novelda (desde aquí calle Alicante). A la derecha, el barrio -fue ‘colonia’- de Santa Isabel, de finales de los sesenta y que pasó de muy conflictivo a gozne con bungalós unido a la pedanía-barrio alicantina de Villafranqueza (El Palamó); a la izquierda, el centro comercial The Outlet Stores, seguido del campus de la Universidad de Alicante (1968, CEU hasta 1979) sobre el antiguo aeropuerto de Rabassa y bisagra entre ambas urbes al tiempo que cuasi ciudad (2.257 personas en 2018 trabajando para 25.285 alumnos). Con edificios de Juan Antonio y Javier García-Solera, Dolores Alonso o Álvaro Siza, la UA se presenta pletórica de agua. Como el Museo Universitario, de Alfredo Payá, una caja-isla en un lago (una lámina de agua sobre cubierta de forjado).
El vial de los cuatro bautismos
Dejamos a mano diestra urbanizaciones, polígonos, caserones y un tanatorio, y tras una rotonda entramos en el meollo urbano. A la derecha queda el parque Huerto Lo Torrent (1990, donde Villa Margarita, principios del XX): 65.000 m² complementados con los 80.000 del parque Norte Canastell (2012, hoy Adolfo Suárez); en ambos, el agua como elemento fundamental.
Si seguimos de frente (en un tramo, en tranvía o andando), la calle se nos transformará en avenida Ancha de Castelar, y luego carretera a Castalla. Hasta las circunvalaciones, marchar hacia Agost o la montaña resultaba difícil al cerrarse el vial durante las fiestas mayores: Moros y Cristianos a San Vicente Ferrer, la semana siguiente a la de Pascua, desde 1975 (aunque su alma nace con la fundación poblacional), y Hogueras (desde 1947), la tercera semana de julio.
A la izquierda, podemos pasearnos el centro, con el complejo arquitectónico que incluye el Ayuntamiento (2010), su jardín vertical (340 m²) o el Auditorio (1994). Más allá, un galáctico Mercado Municipal y, cerca, con rincones donde disfrutar la rica gastronomía -olleta, borreta, bollitori… y las deliciosas ‘pepas’, como pequeños cruasanes-, la plaza elevada con el antiguo consistorio y la iglesia, el origen.
Primero fue ermita del XV a San Ponce (en 1803 se transformará en la actual iglesia), en la futura partida alicantina del Raspeig (quizá ‘ras de la pixera’, «llanura elevada» de riego por boqueras o «pixeras», para captar avenidas y escorrentías): en 1411 predicó allí el sacerdote Vicente Ferrer (1350-1419). Un labriego le pidió algo de agua, para el municipio, y el religioso replicó: “Aquest poble serà sequet però sanet” (“Este pueblo será sequillo pero sanillo”), dándole frase heráldica al futuro municipio (se segrega de Alicante el 16 de junio de 1848), que en 1700 suma 900 pobladores, para anotarse 4.180 almas en 1900 o 16.518 en 1970, con ciudadanía atraída de Alicante, Agost, Ibi, Tibi o Xixona, o Albacete, Jaén o Granada, para pastoreo o agricultura. En 2019, son 58.385 los censados para 40,55 km².
Gozará de progresivo crecimiento fabril: almazaras (una de ellas acoge el Museo Didáctico del Aceite), muebles, cartón, ropa, cerámica o el cemento, que legó al municipio, además de graves polémicas, arqueología industrial de primer orden: la cementera (1913-2009).
De pedanías y sabinares
Aquí el agua fue, es y será bien preciado. Como en Pozo de San Antonio, semillero de chalés familiares adscrito a Boqueres (las otras pedanías son Canastell, Inmediaciones, Raspeig y Torregroses). Antaño gozó de partidas como Cañada, Verdegás, Moralet, Serreta, Rebosal, Alcoraya o Rebolledo. Casi todas las deglutió Alicante capital en 1848, cuando se delimita el término municipal de Sant Vicent.
Hay montaña: el Valle del Sabinar (por la arbustiva sabina negral o suave, que aún puntúa entre un generoso tomillar), que tuvo colonia agrícola el pasado siglo, crecida por entre minas de ocre. El lugar, con bastantes arqueologías contemporáneas, nos avisaba Ismael Belda de que aún debaten entre domesticarlo como campo de golf o conservarlo como –secano- paraje natural.
Tierras de esparto, almendros y olivos, retama, cantueso y rabo de gato (como frutos, tomates, brevas y algarrobas): puro sequeral. Y avispas, tijeretas, ratones de campo, conejos, lagartos ocelados (‘fardatxos’), serpientes y erizos, más lirones caretos, zorros rojos, algún jabalí despistado y unos cuantos gatos asilvestrados, y murciélagos, por terrenos fecundos en calizas. Tierras secas, sí, pero sanas.