El consejo del instructor resulta más bien orden: “¡Nunca vayas solo! ¡Bucear se bucea siempre en pareja!”. Lo daba, en otros tiempo y lugar, asomado a honda piscina aspense, un instructor de club noveldense, durante los “bautismos de buceo”. Pero bien va ahora, en plena rada de Moraira, paraíso de caletas ya no tan vírgenes y también edén para disfrutar de las honduras mediterráneas, nunca más allá de los 40 metros de profundidad y pertrechado con neopreno y tus botellas de aire comprimido máximo a 200 atmósferas, salvo que seas una deidad en lo de la apnea.
Estamos, por ejemplo, en el Cap d’Or (cabo de Oro), por donde la punta de Moraira o Almoraira (su significado se perdió; en todo caso, ‘al moraira’ en árabe es ‘el amargo’, pero el topónimo puede ser anterior), el exterior saliente peninsular que protege a la población de los vientos del norte, elevándose 160 metros sobre el nivel del mar. Escenario también del teatro de la historia, con torre renacentista del XVI, cercano yacimiento ibérico (pleno neolítico) y la Cova de la Cendra o les Cendres (cueva de la Ceniza o las Cenizas), que nos retrotrae al paleolítico.
De la pesca al turismo
Teulada-Moraira lleva lo de la ciudad interna espejada en la costa hasta sus últimas consecuencias, generando dos poblaciones bien diferenciadas: la interior Teulada y la costera Moraira, con puerto deportivo y tradición marinera; una pequeña urbe eminentemente turística, con generosas ofertas gastronómicas (arroz a banda, ‘arros amb aladroc i espinaques’ -con boquerón y espinacas- y más maridajes mar y huerta). Y de ocio: en el visitado puerto, como se puede comprobar tan pronto se accede a ella quizá en autobús, ya que la parada del trenet se encuentra en Teulada.
Si toca llegar desde el sur por la carretera costera (CV-746), el paisaje ha ido cambiando bastante lustro tras lustro. Antes, tras dejar atrás los bosquecillos costeros, como el de la cala del Advocat (abogado), y el Cap Blanc (Blanco) o Punta Estrella, la vista se topaba pronto con el diorama a tamaño natural de Moraira, cuya fachada incluye la playa de l’Ampolla (la Botella), un pequeño castillo del XVIII (con ermita a la Virgen del Carmen) para defenderse de la piratería berberisca, el puerto y, más al norte, la punta de Moraira (entre el puerto y ésta, playa y cala del Portet, con ermita a San Juan de 1865).
Ahora las urbanizaciones lo tapan un tanto. Ha perdido Moraira, en sus ensanches, parte de ese aire ibicenco que la encalaba tan bien (y que aún conservan algunos chalés encaramados sobre el Portet), pero aún existe: antes de llegar a la lonja y al aparcamiento del puerto, podemos ir a la calle Almacenes. A pesar de las moderneces, en esa zona (que comprende también el vial de Doctor Calatayud, la calle Playa o la iglesia de Nuestra Señora de los Desamparados, del XIX, fiestas en julio) estamos en el más puro, y comercial, corazón morairero, la Moraira que fue: 241 habitantes estaban censados en 1970 (muchos más en verano); luego, la diminuta urbe creció, convirtiendo incluso almacenes de pasas en viviendas: 1.612 habitantes en 2014 y 1.585 en 2019 (44 residentes más que el año anterior, aunque desde luego menos que en el gran pico del 2010: 1.865). Si hasta el escritor estadounidense Chester Himes (1909-1984) se mudó en 1969 aquí.
De camino al interior
La CV-746 nos llevará a la carretera Moraira-Teulada, directamente o a través de la moderna avenida de Madrid, según la rotonda que enfilemos. Queda recorrerse poco más de 6 kilómetros hasta Teulada. Campos, cañaverales (el vial cruza el Barranc Roig o Rojo), chalés y centros comerciales no impiden atisbar, derivados hacia los caminos que desembocan en la carretera, algún riu-rau, edificación ligada a la elaboración de la uva pasa, con la que se producirá el dulce milagro de la mistela (de ‘mixtus’, mezclado), casas de labor en muchas ocasiones unidas a una vivienda. El pórtico o porche, bajo el que se colocan los cañizos para secar la uva, es en realidad el riu-rau (del occitano ‘rural’ o del árabe ‘ref-raf’), con arcos carpaneles como aberturas.
Antes, en el camino (km 3), queda cita espiritual con la ermita de la Font Santa (Fuente Santa), del XIX (con la casa del ermitaño), en honor a San Vicente Ferrer (1350-1419, patrón del municipio, fiestas en abril), quien venía a visitar a su hermana Constanza. Aquí el santo valenciano Vicente Ferrer fue más generoso que en la ciudad cuyo nombre lo recuerda, y aseguran que hizo brotar milagrosa fuente.
La ciudad gótica
Teulada, a 185 metros de altitud y edificada sobre una defensiva colina rematada por la iglesia-fortaleza con torre exagonal, y órgano romántico, de Santa Caterina, del XVI, no se estancó económicamente en los espirituosos: agricultura, muebles, turismo o energías renovables superponen subrayados al vivir teuladino, en una ciudad donde habitan buena parte de las 11.112 almas censadas en 2019 en todo el municipio. Durante décadas, abrazó con su nombre desde el interior hasta “las casas del mar”, pero el fantasma de una posible segregación potenció desde finales del pasado siglo el topónimo Teulada-Moraira.
El turismo acude sobre todo a visitar el núcleo histórico, de una urbe que ya era alquería andalusí en plena Reconquista. Es la llamada ‘Teulada gótica amurallada’, bien de interés cultural desde abril de 2007, en la que se encuentran Santa Caterina y la anexa ermita de la Divina Pastora, barroca con portada renacentista, o la Sala de Jurats (Jurados) i Justicia, de 1386 (cuando renace Teulada como municipio).
Una Teulada diferente de la que puede disfrutarse en la moderna avenida del Mediterráneo, el galáctico Auditorio del arquitecto Francisco Navarro o las faldas de la veterana barriada, por donde el nuevo Ayuntamiento de peculiar planta; a medias ciudad de la Marina Alta, a ratos urbe cosmopolita, donde probar recetas internacionales o autóctonas para, mientras, pensar en bucear un rato, allá en la costa.