En verano de 2019 el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) publicaba un informe especial dedicado a la relación entre el cambio climático y los usos del suelo que incluía un amplio apartado sobre seguridad alimentaria e impacto de la dieta sobre el planeta. Una de las medidas que se proponía era la reducción del consumo de carne a nivel global, e indicaba que las dietas en las que predominan los alimentos de origen vegetal son más saludables y sostenibles. «Algunas opciones dietéticas requieren más tierra y agua, y causan más emisiones de gases que atrapan el calor que otras», explicaba Debra Roberts, copresidenta del Grupo de trabajo II del IPCC. «Las dietas equilibradas con alimentos de origen vegetal, como cereales secundarios, legumbres, frutas y verduras, y alimentos de origen animal producidos de manera sostenible en sistemas con bajas emisiones de gases de efecto invernadero, presentan grandes oportunidades para adaptarse y limitar el cambio climático», añadía.
Las conclusiones del informe del IPCC no eran nuevas, pues estos documentos se basan en la exhaustiva recopilación y análisis de la evidencia científica acumulada hasta el momento sobre la materia. Son muchos los trabajos que han abordado la huella ambiental de la dieta desde muchas perspectivas, y organismos internacionales como la FAO o la ONU llevan años alertando de que la producción de carne incide de manera importante en el cambio climático.
Por ejemplo, en junio de 2018, un estudio publicado en la revista Science analizaba los impactos ambientales de la producción de miles de alimentos. Una de sus muchas conclusiones revelaba que, en función del lugar en el que se viva, las dietas basadas en vegetales pueden generar hasta un 73 % menos de emisiones de gases con efecto invernadero (GEI) que las animales. Además de esta disminución en las emisiones GEI, también se liberan menos compuestos causantes de la acidificación y eutrofización de ecosistemas terrestres y acuáticos. Además, se necesitaría el 76 % menos de tierras agrícolas. «Esto aliviaría la presión sobre los bosques tropicales del mundo y devolvería la tierra a la naturaleza», explicó Joseph Poore, investigador de la Universidad de Oxford y uno de los firmantes del trabajo.
En 2015, un estudio publicado en Environmental Research Letters concluía que la producción ganadera contribuye significativamente a los impactos globales de todo el sector alimentario en Europa: es responsable del 78 % de los impactos de la producción de alimentos sobre la pérdida de biodiversidad terrestre, del 80 % de la acidificación del suelo y la contaminación del aire por emisiones de amoníaco y óxido de nitrógeno, y del 73 % de la contaminación del agua (tanto por nitrógeno como por fósforo), entre otros.
Otro trabajo publicado en la revista PNAS en 2019 revisaba el impacto sobre la salud y el medio ambiente de varios alimentos habituales en la dieta occidental, y concluía también que la carne roja y procesada era una de las peores opciones en ambos sentidos. La prestigiosa revista The Lancet tiene una comisión dedicada a estos temas: EAT-Lancet Comission for Food, Planet, Health que hace una propuesta de ‘dieta planetaria’, buena para el clima y la salud, en la que las proteínas de origen animal suponen un porcentaje muy pequeño del total de los alimentos que deberíamos consumir.
Por otro lado, no todos los sistemas de producción ganadera producen los mismos impactos ya que, por ejemplo, la ganadería intensiva genera más emisiones de dióxido de carbono e impactos que la extensiva. A la hora de repensar el consumo de carne, resulta sumamente importante, por tanto, tener en cuenta esto.
También se están evaluando posibles mejoras para minimizar los impactos en la producción, como poner freno al aumento del uso del suelo para la alimentación y los fertilizantes. Con respecto al metano, por ejemplo, el investigador Pep Canadell, director del Global Carbon Project, nos explicaba el año pasado en una entrevista que “mediante una adecuada selección de las variedades de ganado se ha conseguido una reducción de hasta el 10 % de las emisiones sin ningún cambio en alimentación ni aditivos. Europa es una de las regiones que ha disminuido sus emisiones de metano en las últimas dos décadas, y lo ha hecho a través de nuevas regulaciones en ganadería y un mejor manejo del estiércol y vertederos, que también son grandes emisores”.
Aun así, la evidencia científica es clara: no hace falta dejar de comer carne, pero si queremos proteger nuestra salud y la del planeta, debemos consumirla con moderación y, a ser posible, elegir aquella que haya generado menos impactos ambientales en su producción y distribución. Es cierto que la carne de mejor calidad o producida en sistemas extensivos tiene un mayor coste pero, si en lugar de consumir mucha carne barata producida de forma muy intensiva y contaminante, consumimos menos pero producida en mejores condiciones, a nivel económico no se debería notar la diferencia.
No solo el consumo de carne
Desde los organismos internacionales también se indica que la reducción del consumo de carne no es el único factor a tener en cuenta para minimizar el impacto de la dieta humana en el planeta. El desperdicio de alimentos, por ejemplo, es un punto en el que incide tanto el documento del IPCC como el último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, publicado en septiembre de 2020. En él se ponía de manifiesto que reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos, que representan el 8 % de todas las emisiones mundiales, podría disminuir las emisiones en 4,5 gigatoneladas de dióxido de carbono por año.
Además, si queremos llevar una dieta ambientalmente saludable, lo mejor es elegir alimentos locales y de temporada, ya que así evitamos las emisiones de gases GEI asociadas al transporte. No tiene mucho sentido dejar de comer carne si al hacerlo se aumenta, por ejemplo, el consumo de soja importada desde la otra punta del mundo o cultivada en zonas donde se ha producido deforestación ilegal.
Victoria González