El veterano Fernando García, cuando veía el solar que acogería las obras que, una vez ultimadas, iban a conformar el miniado ‘puente rojo’ alicantino, sacaba ironía del alma y aseguraba: «Jo no ho veuré, però vosaltres tampoc» («Yo no lo veré, pero vosotros tampoco»). Tenía motivos para tal escepticismo: aunque el proyecto de la Gran Vía, que lo contiene, databa de 1956, se fraguó en la misma República.
Por entonces ya se tenía claro que los bancales, alternados con secarrales, del sur de la ciudad se convertirían en la expansión meridional de la futura urbe. En los años treinta, Alicante, con 71.271 habitantes anotados justo al abrir la década, frente a los 338.577 del censo de 2022, aún no era, pero ensayaba el serlo, la metrópoli actual. Así que se hacían planes para lo que estuviera por llegar.
Caen las murallas
Aunque las murallas se habían derruido siguiendo los dictados de la sesión municipal del trece de julio de 1858, todavía existía en la ciudad la separación mental de esta en tierras intra y extramuros. Para nuestros mayores aún existe: cuando desde barriadas ‘exteriores’ se habla de “bajar a Alicante”. Quizá porque el tercer escalón de la escalinata de acceso al Ayuntamiento, la “cota cero”, se encuentra al nivel del mar.
Desde allí se mide la altura sobre tal nivel de toda España, y los cosmopolitas alrededores de la casa consistorial, a pesar del alma de ciudad “de provincias”, se impregnaron de ello. Aunque el imaginario intramuros creció hacia afuera tras establecerse la línea de tren a Madrid (de ahí el nombre popular que aún conserva la “estación de Madrid”). Se inauguraba oficialmente el veinticinco de mayo de ese mismo año.
El proyecto, de 1956, se fraguó en la República
Vida en el exterior
El núcleo que las gentes llamaban “Alicante”, como ciudad, quedaba así delimitado al norte por el monte Benacantil, con el castillo de Santa Bárbara, y al sur por la estación de ferrocarril. Todo lo demás se convertía en aquello que los antropólogos llaman el “exótero”, lo exterior. Incluido el gran proyecto expansivo, el barrio de Benalúa, impulsado en 1883 por la sociedad Los Diez Amigos.
La entidad más o menos informal la comandaba José Carlos de Aguilera (1848-1900), cuarto marqués de Benalúa, tercer abonado del teléfono en la ciudad y máximo responsable de que nos llegue el “agua corriente”, el dieciocho de octubre de 1898. Pretenden una barriada, diseñada por el arquitecto José Guardiola Picó (1836-1909), destinada a la clase media trabajadora, con agua, flores, arboleda en las calles. Pero había dos tajos que fomentaba la segregación.
Barranco de Benalúa y tren separaban centro y expansión sur
Las barriadas al sur
El conocido hoy en crónicas como “barranco de Benalúa”, por la actual avenida de Óscar Esplá más cachos del barrio titular y de la zona de plaza Galicia, separó durante décadas al “centro” (es más, con la rambla no lindaba directamente este, sino sus arrabales: almacenes y espacios manufactureros) de las sucesivas expansiones urbanas, de marcado carácter proletario.
Al sur germinan barriadas como Florida Baja o La Florida (1918, con trazos del arquitecto Francisco Fajardo Guardiola, 1878-1939, sobrino de José Guardiola), Florida-Portazgo o Florida Alta (1925, hija de la anterior, con diseño inicial también de Fajardo) o Ciudad de Asís (1950, proyectada por Miguel López González, 1907-1976, por encargo del sacerdote Ángel de Carcagente, 1895-1993, el popular “padre Ángel”).
Las obras comenzaron en 1988, años después de anunciarse para ya
Inauguraciones varias
A ello se sumará el Polígono de Babel o Baver (que no se urbaniza hasta 1993). Barriadas destino de una inmigración que fue integradora, tanto la primera, del campo a la ciudad, como luego de otras provincias y países. Pero quedaba una hendidura: la cremallera entre la provincia y la capital nacional, el ferrocarril. Frente al colegio Don Bosco, inaugurado en 1970 ‘al otro lado’ de las vías del tren, existía ya una parte de la Gran Vía.
Pero la obra final no comenzaba a concretarse hasta marzo de 1988. La inauguración del puente, como señala su placa, no llegaba hasta el cinco de junio de 1990. En 2014 (se había previsto para 2012) se clausuraba el paso a nivel de 1970, en la calle dedicada al médico, político y homeópata Manuel Ausó y Monzó (1814-1891). Para el vial elevado, plató de numerosos anuncios de coches, hubo que derribar parte de la historia popular.
Llega el puente
Unos hicieron las maletas y otros cerraron. La popular y casi centenaria tienda y restaurante El Marranero, “bar ilicitano” especializado en jamones que, por cierto, colgaban en densa formación del techo del establecimiento, finiquitó (vivió resurrección familiar, ya clausurada, casi al final de la Gran Vía, donde el tramo conocido como calle México se convierte en la rotonda del Barco).
La construcción de un puente sobre las vías de tren fue una de las propuestas barajadas, junto a otras como retranquear la estación más hacia el sur. Pero finalmente tocó puente (del V Centenario como nombre oficial) creado por Rafael y Carlos Martínez Lasheras. Fernando García no lo vio: fallecía en 1985, cuando se aseguraba a pie de calle que las obras eran “inminentes”.