En 2018 un equipo internacional coliderado por José Javier Lucas, investigador del CSIC en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBMSO-CSIC-UAM) y en el Centro de Investigación Biomédica en Red sobre Enfermedades Neurodegenerativas (CIBERNED), y por Raúl Méndez, investigador del Instituto de Investigación Biomédica (IRB Barcelona), identificó que un regulador de la síntesis de proteínas, CPEB4, estaba afectado en la mayoría de los casos de autismo. Los investigadores observaron que los defectos en CPEB4 provocan que la expresión de la mayoría de un conjunto de 200 genes de riesgo se desregule.
El trabajo, que se publicó en la revista Nature y reconoció a Lucas con el XV Premio Ciencias de la Salud Fundación Caja Rural Granada en 2019, contribuyó al conocimiento de un aspecto de la base genética del autismo, desconocido hasta entonces. Descubrir que una proteína ejercía una función reguladora sobre los genes de riesgo, responsables del desarrollo de los trastornos del espectro autista (TEA), abría un camino esperanzador hacia el desarrollo de terapias.
El autismo es una condición de origen neurobiológico que afecta a la configuración del sistema nervioso y al funcionamiento cerebral. Se estima que los trastornos del espectro del autismo afectan a una de cada 100 personas en España. Existen unos 200 genes que cuando tienen mutaciones aumentan el riesgo de desarrollarlos, pero se desconocía el mecanismo molecular que conecta dichos factores de riesgo entre ellos, y con otros aspectos ambientales que podrían tener un papel importante en el origen de estos trastornos. Los investigadores citados vieron que una proteína llamada CPEB4 podría ser ese vínculo capaz de regular la expresión de la mayoría de los genes de riesgo de presentar TEA.
Desde 2018 y a lo largo de estos cuatro años, han aparecido trabajos que han ahondado en lo que descubrieron Lucas, Méndez y Alberto Parras, primer autor e investigador del CBMSO. Algunos estudios identifican nuevos genes reguladores de la expresión génica que en el autismo tienen el mismo tipo de alteración que vieron en CPEB4. Además, en su grupo han comprobado que la alteración de CPEB4 también aparece en la enfermedad de la esquizofrenia. En cuanto al potencial como diana terapéutica que su trabajo ya advertía en 2018, han probado que una técnica distinta a la edición génica se puede utilizar para corregir el desbalance de las formas de CPEB4.
De momento solo han podido ensayarla en células en cultivo, pero están estudiando maneras de explorar su potencial in vivo y han patentado la nueva herramienta que ha sido desarrollada en colaboración con un grupo de CBMSO, liderado por Lourdes Ruiz Desviat, y otro de la Universidad danesa de Syddansk, liderado por Brage Andresen. “También es posible que en algún momento se pueda utilizar la técnica de edición de genes para intervenir en el gen CPEB4 de manera que se corrija su alteración en el autismo. Pero no es trivial, porque esa técnica, sobre todo, permite corregir un gen cuando hay un fallo en la secuencia del mismo, pero en el caso del autismo se trata de corregir el desbalance entre dos formas de la proteína CPEB4 sin que el gen albergue ninguna mutación”, comenta José Lucas.
En los últimos años se han conseguido importantes avances gracias a los análisis genéticos en miles de pacientes, pero todavía es necesario un cambio de paradigma. “Probablemente, nos encontremos en una situación con respecto al autismo parecida a la que teníamos en relación al cáncer hace unas décadas. Al principio, el cáncer se consideraba una única enfermedad caracterizada por un descontrol de la división celular. Los avances significativos en la comprensión y el tratamiento del cáncer han venido en una segunda etapa en la que se vio que no hay un cáncer sino muchos tipos. Categorizar los pacientes según su tipo de cáncer permitió conocer causas específicas de cada subtipo y desarrollar terapias específicas para muchos de ellos”, apunta Lucas.
Por ello, para la comunidad científica, un reto actual en la investigación del autismo está en identificar biomarcadores; pruebas diagnósticas de neuroimagen, análisis de líquido cefalorraquídeo, sangre, orina o heces o genéticas, que permitan clasificar los casos en subcategorías que puedan tener causas moleculares comunes y en los que ensayar terapias específicas.
La mayoría de los casos del trastorno del espectro autista se manifiestan en los primeros meses o años de vida. Se revela un interés limitado del paciente a realizar ciertas actividades y dificultades a la hora de relacionarse, comunicarse o comportarse. Estos síntomas son comunes a muchos individuos que, por otro lado, son muy distintos entre sí. “Es muy probable que a dicha presentación sintomática común se llegue desde alteraciones moleculares diversas”, puntualiza Lucas.
Méndez matiza que “este trabajo es un ejemplo de cómo la expresión de cientos de genes tiene que estar perfectamente coordinada para el correcto funcionamiento de los órganos y las células que lo componen. En este caso las neuronas y el cerebro”. A lo que Parras añade que “dado que CPEB4 se sabe que regula numerosos genes durante el desarrollo embrionario, se presenta como un posible nexo entre los factores ambientales que alteran el desarrollo del cerebro y los genes de predisposición al autismo”.
Los seres humanos tenemos unos 22.000 genes que contienen la información para generar otras tantas proteínas, que son las nanomáquinas que realizan las funciones especializadas que tienen lugar dentro de las células. Las funciones que ejerce una neurona son distintas de las que realizan otros tipos celulares como, por ejemplo, los hepatocitos, y las necesidades funcionales de las células también cambian según el estado de actividad de las mismas en cada momento. Así, las neuronas generan específicamente las proteínas que le hacen ser una neurona y funcionar como tal en cada etapa fisiológica. Son los genes que expresan las neuronas, mientras que el resto permanecen silentes. “Hay proteínas especializadas en controlar qué genes se expresan más o menos en cada tipo celular y según el momento fisiológico. Uno de estos reguladores es CPEB4, la proteína que vimos alterada en el autismo, que lleva a una menor expresión de muchos de los genes que controla y que tienen que ver con el estado alterado del funcionamiento de las neuronas en el autismo”, concluye Lucas.
Esta disfunción neurológica crónica tiene una fuerte base genética. Conocer sus bases biológicas favorecerá el diseño de terapias experimentales y de herramientas que mejoren su diagnóstico. El trabajo de Lucas y su equipo contribuye al entendimiento molecular de estos trastornos y a la comprensión de la complejidad de la regulación génica de los genes asociados al riesgo de desarrollarlos. Su investigación es crucial para comprender cómo se origina y poder diseñar terapias correctoras hasta ahora inexistentes.