Las casas nobles, las mesas ricas, las paredes y vitrinas más lujosas, las telas exóticas. Gracias a Oriente degustábamos buen té, lucíamos piedras preciosas, plantábamos arroz, nos perfumábamos como nunca o teníamos acceso a fármacos hasta entonces desconocidos por estos pagos. Aunque también comenzamos a emplear la pólvora en nuestras guerras, que no dejaron de ser sangrientas, sino que aumentaron su potencial destructor, de hacer daño.
La conocida como Ruta de la Seda, que así fue bautizada aproximadamente desde el siglo XIX, devino fundamental para el desarrollo de Occidente y Oriente, prácticamente desde sus prolegómenos, por lo que conllevaba el intercambio no sólo de elementos físicos, sino también de filosofías y conocimientos. Y una parada importante para esta ruta fue la ciudad de València, especialmente durante su llamado Siglo de Oro (en realidad, entre el XIV y el XV).
Ramilletes de caminos
Pero, ¿qué era la Ruta de la Seda? Los nombres a veces engañan: el Transiberiano no era un tren, sino un conjunto de ellos, y la Ruta de la Seda en realidad fue un racimo de ellas. O quizá, más propiamente, varios ramilletes. Los historiadores las agrupan generalmente en tres de ellos. El primero para las que procedían desde Asia, extendidas desde el siglo I a.C. y hasta el XVII.
El segundo ramillete comprendería las vías abiertas hacia Asia, sobre todo desde el XIII, gracias a viajeros como los evangelizadores de la orden franciscana, fundada en 1209 por el luego santo italiano Francisco de Asís (1181-1226), o por el veneciano Marco Polo (1254-1324). Se desarrolló especialmente, arrastrada por los relatos de los anteriores aventureros, en la Baja Edad Media (siglos XIV al XV).
No fue en realidad una, sino varios racimos de rutas
Desde ensenadas europeas
Eso sí, los cronistas e interpretadores del pasado nos suelen incluir también un tercer racimo, abierto ya con el segundo: conectaba a China con el norte, sobre todo con Siberia, y floreció, según las dataciones históricas, entre el XVI y XX, lo que no es poco tiempo. No obstante, no es esta la que nos sirve aquí, sino la segunda. La fecha de 1226 viene muy al punto.
Es el año en que el perusino (de Perugia o, castellanizado, Perusia, en la región italiana de Umbría) Juan de Piano Carpini (Giovanni da Pian del Carpine, 1182-1252), monje franciscano, llegaba, aseguran muchos reportajes, hasta la cordillera del Karakórum, entre China, India y Pakistán. En realidad, Piano Carpini arribaba a la ciudad del mismo nombre, que fue capital del imperio mongol, desde el XIII al XV.
El camino desde Europa lo abrieron los franciscanos y Marco Polo
En pleno emporio
La Karakórum ciudad, cuyas museabilizadas ruinas y reconstrucciones pueden visitarse ahora precisamente en la actual Mongolia, nación ubicada entre China y Rusia, se convirtió en el centro neurálgico, el emporio, de una superpotencia que para la época extendía su gobierno, además de por China, también por Asia Central (Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán), Persia (por el actual Irán) y en el fondo la mayor parte de Oriente.
El imperio comenzó a ver como una necesidad el conectarse comercial y hasta políticamente con Europa, y esta se encontraba deseosa por abrir fronteras en estos campos. En aquel momento, uno de los, llamémosles, intraestados fuertes europeos era la Corona de Aragón (1164-1707), que abarcó, además de diversos señoríos occitanos, los reinos de Cerdeña, Córcega, Mallorca, Nápoles, Sicilia y València, los ducados de Atenas y Neopatria (la griega Tesalia), y el condado de Barcelona.
La ciudad, favorita de Jaume I, se convirtió en importante dársena
Un muelle favorito
Jaume o Jaime I (1208-1276), el gran aglutinador de este conglomerado, tendrá en la ciudad de València, que conquistó de manos muslimes, una de sus plazas hasta cierto punto más queridas. Esto hizo que la Balànsiya sarracena se convirtiera en otro emporio, donde florecieron las artes, además de, claro, el comercio, en un toma y daca que aquí trajo todo tipo de productos.
Acabó por insertarse en esta suerte de red de redes que se solapó a otras como el camino de Santiago (registrado al menos desde 1140, pero impulsado definitivamente por el cardenal benejamense Miguel Payá y Rico, 1811-1891) y anticipó una aún en activo, la Internet (1969). Dejó huellas en el ‘cap i casal’, como el barrio de Velluters (terciopeleros o sederos, en todo caso alguien que trabajaba con ‘vellut’, un tejido de fibra o pelo natural).
Huellas del pasado
Justo allí, en plena Ciutat Vella, tenemos más muestras de unas artes que nacieron gracias a la Ruta de la Seda. Así, el Col·legi de l’Art Major de la Seda (Colegio del Arte Mayor de la Seda), que fue sede desde 1494 del gremio de ‘velluters’, establecido en 1479, y que desde 2016 alberga en su edificio barroco (por las reformas del XVIII) el Museo de la Seda.
O la Lonja de la Seda (1470-1483), Patrimonio de la Humanidad desde 1996, construida mirando a la Real Parroquia de los Santos Juanes o Sant Joan del Mercat (XIV-XVI), junto al Mercado Central (1928). Son los testigos, para nada mudos, de una época en la que aquí llegaron los aromas, saberes y sabores del hoy más exótico Oriente.