Pues que picamos un poco de embutido, algunas almendras tostadas, unos volovanes chiquiticos, tortilla, queso… vale, y alguna cervecita. Los llamamos aperitivos (del latín ‘aperitīvus’, abrir el apetito) o entremeses (del francés ‘entremets’, que utiliza un deverbal, o sea, palabra derivada de un verbo, de ‘mettre’, meter o poner). Y ya que estamos, decidimos, mientras llenamos la andorga, llamar también entremés a una pieza corta cómica.
Esta, de un solo acto, se representaba en el o un entreacto de una obra de mayor duración, en ocasiones también cómica, pero incluso dramática (estos entremeses alcanzaban prácticamente a todo el teatro europeo: el actor y cineasta británico Kenneth Branagh suele rescatar algunas para sus adaptaciones fílmicas de textos de William Shakespeare, 1564-1616). Con el tiempo los entremeses dejaban de ser tales e -independientes- pasarían a convertirse en sainetes. Como los valencianos.
Desde las cocinas
Lo curioso es que la palabra sainete también tenía origen culinario. Procedente del provenzal (lengua occitana, como el valenciano, el mallorquín o el catalán), de ‘sain’, originado por el deverbal latino ‘sagino’, a su vez derivado de ‘saginare’ (engordar animales para comerlos, atiborrarlos, vamos). Un sainete era un bocadito delicioso (o sea, un entremés). Cambiábamos de significante, de palabra, pero no de significado.
Diversos estudiosos le atribuyen al dramaturgo, escritor y jurista valenciano Pedro Juan de Rejaule y Toledo, firmante en ocasiones como Pere Joan Rejaule y Rubió, pero más conocido como Ricardo de o del Turia (1578-1640), como introductor del término sainete, en su obra ‘Apologético por las comedias españolas’ (1616), para rebautizar a los cada vez más independizados entremeses. Puede que esto forme parte de por qué en tierras de la hoy Comunitat Valenciana iban a triunfar.
La palabra posee un origen gastronómico, de pequeño bocado
Para las fiestas
Si al entremés se le adjudican los siglos XV al XVI como los de su apogeo, su continuación como sainete abarcará desde el XVII hasta el XX, con una revitalización, tanto en valenciano como en castellano, en las fiestas de la actual Comunitat Valenciana, no solo en Fallas y Hogueras. Pero en estas, además de los premios al respecto, para obras lógicamente con trasfondo festero, los encontramos también en otros actos.
Por ejemplo, en muchas presentaciones de falleras, belleas o belleses, o reinas de las fiestas, donde adoptan un aire coyuntural, muchas veces de crítica directa a las fuerzas vivas del lugar y del momento. Porque, eso sí, un buen sainete ha de poseer su dosis de filosofía parda, o sea, a pie de calle, pero también de crítica al politiqueo correspondiente. Un costumbrismo punzante de risa fácil, pero trasfondo un tanto o muy borde.
Se atribuye la denominación al dramaturgo Ricardo del Turia
Primeras risas
Se trataba de características que sembraron ya los primeros autores de sainetes, o de obras que no eran tales, pero poseían no pocas características del, digamos, ánima asainetada. Quizá desde las primeras piezas tenidas como tales, compuestas por el dramaturgo madrileño Ramón de la Cruz (1731-1794), uno de los creadores también del casticismo, que institucionalizará culturalmente, años después, un alicantino, Carlos Arniches (1866-1943).
Considerado, por cierto, uno de los grandes del sainete, y más en concreto del sainete en castellano, Arniches, también autor de zarzuelas y comedias largas, procedía, qué casualidad, de la hoy Comunitat Valenciana, donde el sainete ya había desarrollado varias especificidades (algunas de ellas las usó el alicantino) como para que las enciclopedias reparasen en lo que se iba a llamar el sainete valenciano.
Su apogeo abarcará desde el siglo XVII hasta la anterior centuria
Los autóctonos
En el fondo, el sainete valenciano (vamos, elaborado desde las provincias de València, Alicante y Castellón), desarrollado durante todos los siglos ya apuntados, iba a gozar de un alto asentamiento gracias al movimiento artístico, cultural y literario de la Renaixença (renacimiento) valenciana, surgido entre mediados y finales del XIX. De aquellas mimbres iban a surgir autores que cultivarían el género por nuestras tierras.
Así, el suecano (Ribera Baixa) Josep Bernat i Baldoví (1809-1864), el de ‘El virgo de Vicenteta i l’alcalde de Favara’, o ‘El parlar bé no costa un patxo’ (1845); el valenciano Eduardo Escalante (1834-1895) o el alicantino Paco Hernández (1892-1974). Todos ellos iban a crear una peculiar cosmología escénica, especialmente protagonizada por gentes de la calle, de la ciudad o preferentemente de la huerta.
Alma humilde
En los sainetes se trabaja de sol a sol, se busca la complicidad con el público (los grandes intérpretes del género incluso improvisan con ello, asumiendo a este y cualquier incidencia en la obra, actualizándola instantáneamente) y, en los hablados en valenciano, son los personajes protagonistas, los humildes, quienes utilizan la lengua vernácula, a la antigua manera o ‘normalizada’, mientras que la gente de más dineros, los poderosos, se expresan en castellano.
¿Cómo no ver esta alma sainetera en espectáculos autóctonos de tan veterano abolengo como el ‘Betlem de Tirisiti’, del XIX? Donde, por cierto, también se da esta dicotomía entre los personajes humildes, valenciano hablantes, y los ricos, los burgueses, castellano hablantes, alguno incluso con errores lingüísticos; todo en un entorno cómico y costumbrista, con trasfondo moralista al tiempo que crítico con la sociedad. O sea, un sainete.