El pasado 27 de noviembre se celebró el Día del Maestro y, con motivo de esta efeméride, el Ayuntamiento de San Vicente del Raspeig decidió reconocer a tres maestras jubiladas que ejercieron durante la mayor parte de su trayectoria profesional en nuestra localidad. Ellas son María Dolores Giner (Busot, 17-septiembre-1941), Amelia Fuentes (San Vicente, 23-agosto-1959) e Isabel Munera (Hoya-Gonzalo, Albacete, 18-octubre-1957).
En este periódico hemos querido juntar a estas tres veteranas maestras para que compartan con nosotros sus recuerdos de toda una vida dedicada a la Educación. Probablemente más de la mitad de los niños sanvicenteros nacidos entre los años 70 y los 2000 hayan tenido a alguna de ellas al frente de sus clases.
«Siempre he seguido formándome para saber responder a todas las preguntas de mis alumnos» I. Munera
¿Por qué en vuestra juventud decidisteis ser maestras?
Isabel Munera (IM) – Empecé magisterio porque mi abuela paterna había sido profesora y tenía una relación muy buena con ella. Ella llevó el magisterio hasta sus últimas consecuencias en pueblos perdidos, y a mí también me leía cuentos o me enseñaba ortografía. Siempre me ha gustado este oficio.
Amelia Fuentes (AF) – En mi caso, creo que nací ya con ese vínculo con otras personas. Desde pequeña me gustaba conectar con los demás persona a persona. De hecho intentaba enseñar a mis amigas lo poco que sabía, e incluso daba clases a mis propias muñecas enseñándolas aquello que había aprendido en la escuela.
A mí madre le hubiera gustado que hiciera Medicina e incluso me forzó a hacer la Selectividad, que por aquel entonces no nos hacía falta para el Magisterio. Sin embargo creo que si volviera a nacer… volvería a ser maestra. El poder transmitir a otra persona, para mí es un privilegio.
María Dolores Giner (MDG) – Soy hija de dos maestros y vivíamos en Jijona después de la guerra. Siempre he estado vinculada a la enseñanza, desde niña estaba todo el día con mis padres en la escuela acompañándolos.
Además heredé las actitudes musicales de mi padre, que también era músico director de banda. Al final estudié bachiller de letras y magisterio de música en Murcia. Recuerdo que nos tenían a los chicos en la primera planta, y a las chicas en la segunda.
«Un grupo de maestros nos juntamos para abrir una escuela de adultos en San Vicente en 1985» A. Fuentes
¿Cuál fue vuestro primer destino profesional?
IM – Me considero de las afortunadas, porque nada más terminar la carrera en Albacete tuve un acceso directo. Empecé en una escuela de Socobos, un pueblo perdido en mitad de la sierra. Después me fui a Paterna de la Sierra, otro municipio de la zona con mucho encanto. Recuerdo que conducir hasta allí era pasar una hora de coche con curvas, pero estuve muy a gusto. Luego fui a Albatana y Madrigueras.
AF – En mi caso tuve la gran suerte de poder realizar las prácticas al lado de mi pueblo, es decir en Alicante. De hecho mi tutora fue la mujer que está sentada ahora mismo a mi lado… doña María Dolores (risas). Creo que gracias a ella reforcé todavía más mi vocación de maestra, había que verla como dirigía y cantaba en la clase… era espectacular. Después, en 1981, entré como interina en el parvulario del Gabriel Miró.
MDG – Mis primeras experiencias fueron sustituyendo a mi propia madre en la escuela. Luego empecé dando clases de música como auxiliar de maestra en Murcia. Hasta que resulta que, pasando un verano en mi casa familiar de Busot, me buscó el empresario tomatero de Bonny para ofrecerme hacer allí una sustitución durante unos meses porque una maestra se iba a Inglaterra. No cobré ni un duro por eso (risas).
En 1963 me presenté a oposiciones y me tocó Socovos (Albacete) como destino. Me hicieron jurar el cargo cantando el ‘Cara al sol’. Tenía 19 años y estaba yo sola en un sitio que no teníamos ni agua ni luz. De hecho al llegar el alcalde se creyó que yo era una alumna (risas). Me acuerdo que el 1 de octubre puse el letrero para hacer la matrícula, y vino un guardia amenazándome con detenerme por ocurrírseme abrir la clase en el Día del Caudillo (risas).
«Yo he dado clases en un local eclesiástico, un almacén de plátanos y en plena calle» M. D. Giner
¿Cómo llegasteis a San Vicente del Raspeig?
IM – Estaba en La Mancha, pero mi marido pasó a trabajar a Alicante. Así que me interesé por realizar una permuta con algún maestro de la Comunidad Valenciana. Preguntando en la Conselleria encontramos a alguien que estaba en la misma situación que yo, es decir que quería venirse a mi zona.
Primero llegué a Elche. Después me fui como provisional al colegio de San Gabriel en Alicante, y fue un año maravilloso en el que me tocó el segundo ciclo de EGB dando lengua y literatura que es algo que me encanta. A continuación estuve en Juan XXIII, Virgen del Remedio, Albatera y desde allí fue cuando llegué a San Vicente. Primero en el desaparecido parvulario del Gabriel Miró, y más adelante en el colegio Miguel Hernández, hasta mi jubilación.
AF – Mi suerte es que he estado siempre dando clases en San Vicente. Como te dije empecé en el Gabriel Miró como interina durante varios años. Teníamos del orden de unos 35 niños de entre cuatro y cinco añitos.
En 1985 entre tres maestros hicimos un proyecto para constituir una escuela de adultos. Lo presentamos al Ayuntamiento y lo pusimos en marcha. Aquello funcionaba súper bien en horario nocturno, haciendo enseñanza de alfabetización y con muchos alumnos que necesitaban el graduado escolar porque sino los echaban de sus trabajos. Hasta que llegó un momento que lo absorbió la Conselleria y puso a sus propios profesores. Así que yo pasé al colegio Santa Faz, y aquí estuve hasta mi jubilación, siendo ya la jefa de estudios.
MDG – Llegué a San Vicente con 28 años, era la maestra más joven del colegio Onésimo Redondo, que era el único existente. Por aquel entonces tenía unos sesenta alumnos, porque era cuando estaban llegando los manchegos. Empecé dando clases en un local que tenía la iglesia de la Inmaculada, y luego incluso en un almacén de plátanos con ratas y un cemento en el que se nos pegaban los pies, era algo inhumano. También llegamos a hacerlo en la calle.
Hasta que tuve la iluminación de querer hacer una escuela de música y danza dentro de mi propio colegio. Me reuní con todos los grupos políticos habidos y por haber hasta que se inauguró, lo que hoy es el conservatorio. Al mismo tiempo seguí trabajando en el colegio Onésimo Redondo, que luego pasamos a llamarle Jaume I, hasta mi jubilación.
«Encontrarte con antiguos alumnos y ver que les ha ido bien en la vida es muy gratificante» I. Munera
A lo largo de toda vuestra trayectoria habéis vivido, o quizás más bien sufrido, unas siete u ocho leyes educativas diferentes. ¿Qué aspectos diríais que han evolucionado en vuestra profesión a mejor y a peor con los años?
IM – Cuando cambian los sistemas educativos y la política, tú sigues trabajando con los niños. No deja de ser nunca una vocación, y la manera de afrontar los cambios es seguir formándote. Yo he hecho muchos cursos de formación porque quería estar al quite para todas las preguntas que mis alumnos pudieran hacerme.
Sí que es verdad que hemos tenido que hacer muchos papeles, porque cuando ya tenías preparada una programación… te cambiaban la terminología. No obstante al final los niños y las necesidades son iguales ya sea EGB, Primaria o ESO. Pues quizás en vez de ‘aprobado’ había que poner ‘apto’ o ‘progresa adecuadamente’. La Educación siempre ha sido la misma, es decir enseñarles a ser buenas personas y prepararles para el futuro.
AF – Desde que yo comencé la Educación ha cambiado mucho, sobre todo porque la tecnología nos ha invadido. Antes el maestro era la única fuente de información, solo nosotros transmitíamos el saber. Sin embargo ahora les llega por todas parte, y nuestro trabajo es más bien guiar todos estos datos y darles forma. Creo que esto es un reto importante, y también nos hace querer aprender más.
No obstante hay algo que nunca ha cambiado. Seguimos siendo seres humanos que nos interesamos por otros seres humanos. Al final lo del maestro es una tarea profundamente humana.
MDG – Pues te diré que cuando llegué a San Vicente había unos 7.000 habitantes y ahora somos 70.000. La evolución ha sido obvia. Recuerdo incluso el día que ya se puso agua y luz, o cuando tiramos el colegio viejo. Cuando yo empecé incluso vivía en la casa habilitada para el maestro.
Al final las leyes educativas las hemos cambiado nosotros mismos. Yo he las hecho a mi modo y forma. Por ejemplo cuando llegué aquí salieron los conjuntos, aquello fue una revolución para enseñar las matemáticas, pero en muchos colegios no se daban porque no había libros actualizados. Por eso yo trabajé en una cooperativa de libros para que llegaran a todos los colegios.
«La tarea del maestro es profundamente humana» A. Fuentes
Estáis ya las tres jubiladas, pero… ¿os seguís encontrando con antiguos alumnos?
IM – Esto es una de las mejores cosas que tiene esta profesión. Aquí tienes la oportunidad de ver crecer a muchos niños, algunos incluso cuando son muy pequeñitos te llaman “mamá” y por supuesto te pisan los pies o manchan la ropa porque quieren contacto físico. Con ellos percibes que van progresando casi cada día.
Sin embargo esto no ocurre tanto con los niños mayores. Aquí vas sembrando también, pero no ves el resultado a largo plazo de aquello que vas haciendo por ellos. Por eso me hace mucha ilusión encontrarme en la calle a alguno, aunque muchas veces me reconocen más ellos a mí que yo a ellos (risas). Cuando me cuentan que están trabajando y les va todo bien… para mí es muy gratificante.
AF – Siempre he ejercido en San Vicente, así que por mí han pasado cientos de familias. Es bonito haber formado parte de su historia, pero todavía más que ellos sean parte de la mía. Lo mejor de todo es verlos por la calles hechos hombres y mujeres, y que te reconozcan con una sonrisa de felicidad. Creo que esa es la mayor recompensa al trabajo de maestro.
MDG – A mí me ocurre que los alumnos me siguen llamando ‘seño’ en lugar de María Dolores. Ayer mismo me encontré uno que me llamó “doña María Teresa” y me recordó que yo le castigaba mucho mandándolo fuera de clase (risas).
Fíjate que me acuerdo de todos los alumnos que he tenido, y me encuentro a alguno cada dos días. Evidentemente han cambiado mucho con los años, pero casi siempre percibo una pista para reconocerlos ya sea por sus ojos, por su forma de ser o lo que sea.