Allá abajo, por el exótero murciano, aseguran del viento lebeche, el que nosotros llamamos ‘llebeig’: “Con el aire lebeche, no hay gusano que aproveche”. Seco, poderoso cuando sopla con orgullo, por tierras marineras afirman, en cambio, que acompaña a quienes trabajan el mar para llegar pronto y seguro a casa. ¿Será que hay dos vientos? Sí, el salitroso y la brisa terral, más reseca.
Ambos son lebeches, quizá de ‘Liby̆ce’, ‘a la manera de Libia’, o de Libis, dios alado del viento, y ambos azotan aquí en Xàbia, con espíritu suroeste, casi sin descanso, la zona de la Plana o les Planes, entre el conjunto montañoso del Montgó y el Cap o cabo de Sant Antoni (San Antonio). Tocaba aprovechar tanta energía eólica, así que acabaron por crecer por la zona nada menos que once molinos que, descapotados, aún permanecen en parte.
Tribus sedentarias
Los molinos de viento, que tanto popularizaron Don Quijote y la campiña holandesa, esa en buena parte rescatada del mar, no dejaron de suponer una primerísima revolución industrial para la molienda de trigo, que seguramente arrancó allá por el Neolítico (de ‘neós’, nuevo, y ‘lithikós’; entre el 8000 y el 4500 a.C.). Fue la época del comienzo de sociedades organizadas en el sedentarismo. Como ahora.
Durante largas temporadas, a veces varias generaciones, las tribus nómadas se transformaban en poblaciones más o menos fijas, tornando en más complejas sus estructuras societales. Y nuevas pirámides poblacionales, nuevas tareas. Se daría el gran despegue de la ganadería y, especialmente, la agricultura. Entre los nuevos alimentos a consumir, los cereales (de Ceres, diosa romana de la agricultura, las cosechas y la fecundidad).
Acabaron por crecer en la zona once que, descapotados, aún permanecen
Moliendas a mano
Estos productos de la tierra ricos en calcio, hidratos de carbono, hierro, fibra, proteínas o vitaminas B1 y B2, agrupados biológicamente en la familia de las poaceas (‘poaceae’, de la palabra griega ‘poa’, forrajes y pastos) o gramíneas (‘gramĭna’, grama, del latín ‘gramĭnis’, césped, hierba, pasto), iban a conquistar las dietas. Arroz, avena, cebada, centeno, maíz o trigo, que, por cierto, hay que moler.
Las primeras moliendas se ejecutaban a mano, con ayuda de la ‘saxum molinum’ (piedra moledera), expresión compuesta con la palabra ‘molinum’ (muela). Más tarde llegarán los molinos ‘a sangre’, donde la muela, ya corredera, en horizontal, se mueve por acción humana o animal. Y finalmente nos encontramos con los molinos de viento, cuyos primeros registros se encuentran nada menos que en Irán, antigua Persia.
En la ciudad de Nashtifan están los aun juveniles primeros de la historia
Los primeros
En la ciudad iraní de Nashtifan, casi fronteriza con Afganistán, custodiadas por una mezquita, aparecen como coronando grandes pareados los aún juveniles primeros molinos de viento, tras casi tres mil años entre sequedades y agresivas geopolíticas. Construidos en barro, madera y paja, sus ‘aspas’ (tablones orientados al suelo) están dispuestas en vertical, pero con el eje montado en el suelo (sujeto arriba por un palo a su vez asentado sobre dos muros de adobe).
Los primeros de estilo digamos español, como los que saludan desde Xàbia en pleno Parque Natural del Montgó, accesibles andando desde el aparcamiento en el Camí o camino de les Pedres (piedras), empezaron a desarrollarse, según tecnologías muslimes, allá donde soplasen enérgicos vientos por la península, desde las parameras hasta los balcones naturales como el Trencall (desvío) de la Plana, por donde habitan nuestros molinos.
El primero de los de Xàbia fue un adelantado: creció en el siglo XIV
Vanguardia local
Aunque se conserva constancia iconográfica de su existencia a partir del XV (desde el colonizador desembarco de la cultura árabe, en el 711, siglo VIII), el modelo harinero no comenzaría a extenderse en realidad hasta el XVI. Y recordemos que ‘El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha’, donde el caballero de la triste figura lucha contra ellos, no se manuscribe hasta 1604, el XVII (un año antes de su impresión).
El primero de los molinos xabieros, por tanto, era un adelantado: según legajos y dataciones varias, sembró nada menos que en el XIV. Eso sí, el resto anotó su construcción en el siglo XVIII, cuando el personaje manchego ya había muerto cuerdo tras vivir loco. Molinos todos, podríamos decir, de manual: con una planta para almacén, el habitáculo, más que vivienda, del molinero y, arriba, la maquinaria de pino carrasco.
La decadencia
En realidad puede decirse que estas maquinarias consistían, como los juguetes de los críos, en un ensamblado: adjunto al cono de piedra, la estructura de madera, más el techado y las aspas, estas sí, extendidas y giradas incansablemente por el ‘llebeig’. Por desgracia, la economía jugó en su contra, de manera curiosa. El XIX, la centuria del derribo de las murallas xabieras (se finiquitaban en 1873), la población comenzó a crecer a lo urbano.
Aún necesitaba del campo, pero la producción tahonera fue recogiéndose al entorno ciudadano. Centralizando esfuerzos. Los molinos, allá arriba, como se cita en el panel explicativo que hoy los acompaña, comenzaron a languidecer hasta perder sombreros y maquinaria. Con el tiempo, incluso florecieron chalés alrededor (aún están). Pero hoy, heridos, mutilados, aún aguantan, quizá pensando en sus antecesores iranís. A lo mejor cargados de energías del lebeche.