En aquella época, David Hasselhoff todavía se dedicaba a recorrer, embutido en sus apretadísimos vaqueros y en su mítica chaqueta de cuero, las carreteras americanas a bordo de su archiconocido KITT para impartir justicia, muy al estilo de como lo hacían Hannibal Smith y el resto de los componentes de ‘El equipo A’, allá donde hiciera falta.
Aquel Pontiac Firebird Trans-Am V8 negro que lo mismo pasaba a velocidad de hiperpersecución, que saltaba o hacía un chascarrillo con su voz metálica, comenzaba a languidecer en audiencias y el bueno de Hasselhof comenzó a pergeñar otros proyectos que, pocos años más tarde, le llevarían a él y a Pamela Anderson a enfundarse algunos de los bañadores rojos (más ceñido, el de ella, que los propios vaqueros de Michael Knight) de la historia de la televisión.
Revolución televisiva
La irrupción de ‘Los vigilantes de la playa’ (‘Baywatch’ en el resto del mundo) en la tele yanki llegó el 23 de abril de 1989 y cuando aterrizó en España algo hizo ‘clic’ en la mente de muchos, incluidos los bañistas y los responsables de nuestros arenales, que subidos a la ola de Mitch Buchannon decidieron, al fin, apostar en serio por convertir esa costa donde tantísimos turistas (y residentes) retozaban cada verano, en un lugar mucho más seguro.
El cambio de década supuso el ‘boom’ de aquello, pero sería injusto decir que antes de eso no se había hecho nada. Cruz Roja, con sus militares de reemplazo, sus objetores de conciencia y sus voluntarios llevaba años vigilando playas de forma (al menos, visto desde el prisma actual) absolutamente amateur.
Cada una de las torres tiene un peso de más de veinte toneladas y una altura de once metros
Cuatro décadas en las alturas
Sin embargo, comenzaba a entenderse que la industria turística no iba a poder convivir demasiado tiempo con los titulares que hablaban de cifras de ahogamientos y víctimas mortales que serían insoportables (y eso que siguen siendo terriblemente altas) en estos días, por lo que ya en 1985 se comenzó a trabajar de manera ejemplar en mejorar la seguridad de las playas… con altura de miras.
Fue ese año cuando la playa del Racó de l’Albir recibió una de las 36 torres de vigilancia que, además de convertirse de manera inmediata en un elemento icónico de la arquitectura playera de la Costa Blanca, se erigieron como una de las mejores herramientas para salvar vidas.
Once metros
Con once metros de altura, muchas de ellas (es el caso de la de la playa del Racó de l’Albir) ya no se utilizan, aunque su estructura sigue presidiendo el arenal que flanquea el renovado Paseo de las Estrellas. Subirse a ellas, cuentan algunos de los veteranos que allí pasaron largas temporadas de verano, ofrecía una capacidad de vigilancia desconocida hasta ese momento.
“Lo más complicado era llegar al primer escalón. Tenías que dar un buen salto y ‘tirar de brazos’ para poder comenzar a subir”, explica uno de aquellos entonces chavales que se sacaban un sueldo en verano velando por la seguridad de los bañistas.
La atalaya del Racó de l’Albir ya no se utiliza para labores de vigilancia de bañistas
Vista a toda la playa
“Desde arriba de la torre podíamos ver perfectamente toda la playa del Racó de l’Albir, lo que nos facilitaba muchísimo el trabajo. Allí subíamos con unos prismáticos y un walkie-talkie y justo debajo estaba el puesto de primeros auxilios. Si veíamos alguna situación de riesgo, sólo teníamos que avisar a nuestros compañeros del puesto o a los que estaban en la lancha y ellos acudían a ver qué pasaba exactamente”, recuerda.
Las vistas, claro, eran privilegiadas para los que allí se encaramaban, pero también era un lugar que tenía su punto de castigo. “Recuerdo que el jefe no quería que subiéramos sillas. Teníamos que estar siempre de pie. Creo que hacíamos turnos de dos horas seguidas antes de dar el relevo a otro compañero y volver a bajar. En un día subíamos dos o tres veces… No era el lugar más cómodo de la playa”.
El ‘baile’ del viento
Además, recuerda aquel veterano de la playa del Racó de l’Albir, la torre era el punto de la playa “donde estabas más expuesto al tiempo. Cuando hacía mucho calor, en el puesto de primeros auxilios había aire acondicionado y si estabas en la orilla o en la embarcación, te podías refrescar. Allí arriba, te lo ‘comías’ con una botella de agua que a los treinta minutos ya parecía caldo”.
Pero si el calor era complicado de llevar, “los días de viento eran todavía peor. No olvidemos que la playa está completamente expuesta al Este así que cuando soplaba del mar, llegaba a hacer verdadero frío y había que subir abrigado. Además, pese a que son estructuras muy sólidas, recuerdo que si el viento era fuerte, la torre se movía y podías llegar a bajar mareado”.
El arquitecto responsable de su diseño fue Rafael Pérez
Veinte toneladas de hormigón
El encargado del diseño de las 36 torres que se repartieron por la provincia de Alicante fue el entonces arquitecto de la Diputación Provincial, Rafael Pérez, y para su construcción e instalación se optó por el modelo de prefabricación, es decir, cada una de sus piezas se creaban lejos de su playa de destino, hasta donde se transportaban en grandes camiones para, ya allí, cimentar y ensamblar cada una de sus piezas.
Cada una de esas torres pesaba algo más de veinte toneladas y se crearon de forma muy deliberada, tanto en su forma como en los materiales utilizados, teniendo muy presente el corrosivo y hostil ambiente en el que iban a tener que ‘vivir’ su historia. Buena prueba del acierto de las decisiones tomadas entonces es que hoy en día, justo cuarenta años después, casi todas siguen en pie.
Una vida útil que sigue adelante en otros arenales, pero no en la del Racó de l’Albir. “Creo que sí salvaron vidas en su día. Ahora veo que los socorristas están en sillas elevadas más cerca de la orilla y creo que es un método mejor. En esa torre pasé muchas horas… pero lo recuerdo con mucho cariño”, nos cuenta su ocasional morador décadas atrás.