Dentro de apenas tres años, en 2028, la panadería que inaugurara su abuelo cumpliría un siglo de vida. Y aunque es cierto que su mayor legado vendría de la mano del séptimo arte, ese negocio, corazón de barrio y punto de encuentro vecinal, fue el que bautizó para siempre a José Pérez Iborra como Pep ‘el panader’. Un apodo sencillo, afectuoso, profundamente arraigado en la tradición popular de los pueblos, donde la memoria colectiva aún se escribe en el pan de cada día.
Mucho antes de que el Cinema Roma fuera una realidad, Pep ya acompañaba a su familia en la panadería. Y aunque con el tiempo su camino virara hacia el séptimo arte, su imagen jamás se desligó del obrador.
Allí se respiraba el amor por las cosas bien hechas, la rutina temprana de quienes comienzan la jornada cuando aún no ha amanecido. Pep aprendió el oficio desde abajo, rodeado de harina, leña y conversaciones de mostrador, y de alguna forma, todo eso le acompañó siempre. Porque ser panadero, como ocurre con su amado cine, también es un arte.
Historias compartidas
No es extraño que quienes lo trataron coincidan en que Pep era un tipo generoso, cariñoso y entregado. Un vecino de esos que ya escasean. De cuando todos en el pueblo se conocían y se dormía con las puertas abiertas. Siempre dispuesto a echar una mano, siempre con la broma en la punta de la lengua y un ojo puesto en lo que pasaba a su alrededor.
Participó en asociaciones, colaboró con fiestas, impulsó ideas, tejió vínculos. Hablaba con todos, sin importar edades ni etiquetas. Quizá porque en el fondo sabía que los pueblos, como las películas, se construyen de pequeñas historias compartidas.
Dicen que nadie muere del todo mientras alguien lo recuerde. Y Pep, al menos en l’Alfàs del Pi, será recordado siempre. Porque hay personas que, sin ser protagonistas de grandes gestas, logran dejar una huella profunda.
Porque su cine, su panadería, su cercanía, su forma de vivir con alegría y entrega seguirán vivos en cada nueva edición del Festival, en cada hornada de pan, en cada niño que entre al Cinema Roma de la mano de sus padres o abuelos y, como le ocurrió a él y a tantos otros después, sienta ese picotazo en el corazón del que ya jamás podrá desprenderse cuando las luces se apagan y el proyector se enciende.
Fue un vecino de esos que ya escasean, de cuando todos en el pueblo se conocían y se dormía con las puertas abiertas
Un adiós multitudinario
Por todo eso y por muchas más cosas, el recuerdo de Pep, su espíritu, seguirá allí, entre los focos que se apagan justo antes de que empiece la película. En las butacas que crujen suavemente. En el beso robado de los novios primerizos. En las lágrimas emocionadas de un final memorable o las risas incontenibles del gag inolvidable. En el aroma de la coca casera de los domingos. En cada aplauso que, de forma espontánea, surja cuando el recuerdo se imponga al olvido.
No es de extrañar que aquel día, aquel 18 de junio pasado, no cupiera ni un alfiler en el patio de butacas de su casa, del Cinema Roma, la sala de proyecciones de la familia Iborra en l’Alfàs del Pi, en el homenaje que familiares y amigos quisieron rendirle a Pep tras su prematuro fallecimiento.
El espíritu de Pep seguirá allí, entre los focos que se apagan justo antes de que empiece la película
Emociones incontenibles
Una tarde con las emociones a flor de piel en una sala que comenzó a gestarse en 1956 como un sueño, casi una locura, del cabeza de familia, y que terminó haciéndose realidad en 1979, para convertirse en una referencia del séptimo arte en toda la Comunitat Valenciana y la sala en funcionamiento más antigua de toda la provincia.
Fue un encuentro íntimo y multitudinario al mismo tiempo. Un homenaje sincero, sentido, tierno y vital a la medida de quien fuera “el mejor hermano, el mejor hijo y el mejor amigo. La cabeza pensante del Cinema Roma. Un auténtico torbellino lleno de creatividad, y con un gran corazón, que vivió con pasión desmesurada la construcción de este cine”.
Así lo recordó Juan Luis Iborra, hermano de Pep y reputado guionista y director, que no pudo evitar las lágrimas (ni tampoco las risas) al repasar con cariño su vida compartida.
Porque Pep era eso: un volcán emocional, un artesano de los afectos, un panadero de abrazos que, sin proponérselo, dejaba una huella imborrable en quien lo conocía.
Su último adiós reunió a centenares de vecinos en su amado Cinema Roma
Celebrar la vida
Y es que, en el Cinema Roma, cada ladrillo cuenta una historia, y cada butaca ha oído carcajadas, suspiros o silencios sostenidos en películas inolvidables. Pero también ha sido testigo de lo que de verdad importa: la familia, los amigos, el barrio. Por eso, la despedida a Pep se convirtió en algo más que un homenaje: fue una celebración de la vida. De su vida. Y de la de todos los que tuvieron la suerte de coincidir con él en el camino.
Juan Luis, en un ejercicio conmovedor de imaginación fraternal, se atrevió incluso a meterse en la piel de Pep, como si de un guion se tratase. Y así, condujo a todos los presentes hasta las puertas del paraíso. Un paraíso con espejos y dulces reflejos de quienes nos esperan al otro lado. Un lugar donde el pan se hornea con ternura y las películas no se acaban nunca. Donde Pep, feliz, muy feliz, ya ha montado su propio cine.
Horchata, coca dolça y películas eternas
La calle del Cinema Roma, ese rincón con aroma a celuloide y nostalgia, se convirtió en una fiesta de despedida. Porque Pep así lo quiso. Porque él no entendía la vida sin compartirla. Horchata fresca, granizado de limón, coca dolça… y muchas, muchas anécdotas.
Porque quien fue conocido por todos como Pep ‘el panader’ no era sólo un cinéfilo empedernido o un apasionado gestor cultural, sino también el alma de una panadería familiar donde lo mismo se servía pan calentito que sonrisas sin caducidad.