Miles de toneladas de cremas solares llegan anualmente al océano procedentes, en gran medida de las playas, donde una parte de lo que las personas se aplican en la piel acaba en el mar. La ciencia comprobó hace tiempo que sus ingredientes activos, los filtros ultravioleta (UV), causan ciertos daños en ecosistemas marinos como los tan amenazados arrecifes de coral. Sin embargo, nuestra legislación no los ha catalogado aún como contaminantes.
Esto se debe a que aún queda mucho por investigar sobre los efectos de los filtros UV, que se consideran contaminantes emergentes porque no hace tanto que se pueden detectar en el ambiente y aún escapan a los sistemas de depuración de aguas, que carecen de la tecnología necesaria para filtrar los que llegan desde nuestros hogares.
¿Es posible proteger a la vez nuestra salud y la de los mares? La ecotoxicóloga Araceli Rodríguez Romero del ICMAN-CSIC responde así a esta cuestión: “Por el momento, no existe una crema solar totalmente inocua o biodegradable porque no se puede prescindir de los filtros UV en su formulación. Además, la matriz compleja de ingredientes dificulta identificar con exactitud los que son responsables del impacto ambiental. Aun así, creo que podemos reducirlo significativamente y, al mismo tiempo, seguir garantizando una protección eficaz de la piel”.
Para lograrlo, considera fundamental que la propia industria cuente con herramientas que permitan evaluar ambientalmente el producto desde su diseño. Ese es el objetivo del proyecto Sunscreen-Index dirigido por el grupo de Ecotoxicología del ICMAN-CSIC. Mediante ensayos de toxicidad en laboratorio, esta iniciativa busca definir protocolos “para que, al crear nuevas cremas, las empresas valoren sus posibles efectos en el medio marino y decidir, en base a información objetiva, cuáles lanzar al mercado con mayores garantías de seguridad ambiental”, explica Rodríguez, que lidera el proyecto.
“La ciencia, por sí sola, no puede responder a la demanda de la sociedad de productos más respetuosos con el medio ambiente que, a su vez, sigan protegiendo la piel. Necesitamos tender puentes con la industria, que también busca atender a esa demanda, pero no es sencillo. Aún hay quien nos percibe únicamente como la parte que señala el problema y alerta a la sociedad, cuando lo que queremos es transferir nuestro conocimiento y llegar a soluciones conjuntas”, señala la investigadora.
Para seguir recabando evidencia sobre el daño ambiental de los protectores solares, Sunscreen-Index analiza los efectos de diversas cremas comerciales, y no solo de algunos de sus componentes, como han hecho la mayoría de los estudios hasta ahora. “Centrándote en un único compuesto, obvias las interacciones que pueda haber entre varios de ellos, que pueden disminuir o aumentar la toxicidad del conjunto”, cuenta Rodríguez.
Sin embargo, la falta de colaboración con la industria cosmética supone un obstáculo para la investigación. “Desconocemos muchos aspectos del proceso de elaboración de estos productos, que son esenciales para determinar su toxicidad. Además, cada compañía tiene su propia formulación y, dentro de ella, varias líneas de protectores con composiciones distintas. Esto dificulta enormemente la estandarización de protocolos de evaluación de la toxicidad”, explica la experta.
A ello se suma que la normativa europea de etiquetado dificulta descifrar la composición. “No es obligatorio especificar cuáles son los ingredientes activos del producto porque en Europa los protectores solares se consideran cosméticos y no medicamentos, como sí ocurre en Estados Unidos”, añade Rodríguez. Las etiquetas también permiten reclamos de sostenibilidad ambiguos: “Encontramos algunas que aseguran que el producto es respetuoso con los océanos porque la mitad del plástico del envase es reciclado, no por la composición de la crema”, ejemplifica.