La niebla tempranera se despeja y, entre claros, los soldados romanos que se acercan, por mar, a aquella porción de las orillas levantinas comienzan a entrever lo singular del sitio, tal como vaticinó el augur: dos islas guardianas de un golfo que se adivina imponente. Por el 218 a.C., Roma iba a controlar lo que sería, en territorios hoy gerundenses, la poderosa colonia de Emporiae (Ampurias o Empúries), ‘puerto de comercio’, así que tocaba conquistar todo el litoral de la futura Hispania: hacia el 197 a.C. gobernará desde el sur de la actual Portugal hasta las costas pirenaicas.
Ahora se hallaban ante la bahía (‘sinus’) con el tiempo bautizada como Sinus Ilicitanus una vez transformada, en el 26 a.C., la íbera y luego cartaginesa Helike (V a.C.) en la colonia Iulia Illice, Ílici, futura Elche. Alimentada por los ríos Vinalopó y, al sur, Segura, convertía en su época de máximo esplendor a las actuales Albatera, Cox o Redován en puertos de mar. ¿Y las islas? Al sur, El Molar (sierra compartida por Elche y San Fulgencio, en buena parte alicatada por urbanizaciones) y otra que a ratos oficiaba de península, la hoy Santa Pola (no se sabe, en cuestiones devocionales, si por San Pablo o Santa Paula), que iba a ejercer de ínsula eternamente, con una muy estrecha relación con el agua marina, hidrógeno, oxígeno y cloruro sódico al alma.
Alegrías levantinas
Santa Pola carga con un tópico acuñado allá por la meseta central: ser una de las capitales del ‘Levante feliz’, que comprendería toda la costa mediterránea española, aunque según el escritor Joan Fuster (1922-1992) solo “de Vinaroz a Santa Pola” (luego, bajó algo el regle: en Guardamar también hablan valenciano).
Una guía, ‘Santa Ola, la mar de cerca’, aseguraba: “Con un clima de tipología mediterránea, en Santa Pola se vive en constante primavera, con una temperatura media anual de 18ºC, lo que hace de esta zona un lugar idóneo para ocio y recreo durante todo el año”. Porque aquel pasado insular marca hasta el clima.
El Sinus se transformó, con los aluviones de los siglos, en el actual parque natural de El Hondo, compartido principalmente entre Elche y Crevillent, pero el municipio ha seguido rodeado por húmedas y salitrosas huellas del pasado (con rincones ilicitanos, eso sí): al sur y suroeste, las 2.470 hectáreas del Parque Natural (desde el 27 de diciembre de 1994) de las Salinas de Santa Pola; al norte, las 366,3 del paraje natural (desde el 21 de enero de 2005) del Clot de Galvany (Hoyo de Galvañ), con visitables restos arquitectónicos de la defensa republicana en la Guerra Civil. Paraísos de agua salada para cercetas pardillas y flamencos, además de ánades y patos varios, aguiluchos laguneros o águilas pescadoras (hasta 40 especies de aves y peces).
El primero es además fuente económica, con la producción de sal: unas 150.000 toneladas anuales principalmente para la alimentación (sal gruesa, para salazones o fomento, común, escamas y espuma). Desde 1900, la sociedad Bras del Port, creada por el empresario avilesino Manuel Antonio González-Carbajal (1827-1904), continúa una largamente interrumpida explotación que ya probaron fenicios y romanos.
La ciudad marinera
Con el pasado romano muy atrás, la actual ciudad, casi vacía, se convertirá en lugar de veraneo ilicitano (reglamentado desde 1810), concatenación de barracas de junco y esparto para pescadores. Comenzará a repoblarse a las bravas: el motín de Elche (13 de abril al 3 de mayo de 1766), antiseñorial, se coronaba con la toma, el 22 de abril, del castillo de Santa Pola (1557), alcázar defensivo contra corsarios obra de Juan Bautista (Giovanni Battista) Antonelli (1527-1588), que también entraña la capilla a la Virgen del Loreto, un presente marino de 1643, como los azulejos que motivaron la construcción en 1946 de la ermita a la Virgen del Rosario, orillando el Mediterráneo.
Aunque fracasó la revuelta, triunfó la recolonización: en 1857 se anotaban 2.759 personas en lo que será villa y corte desde 1877, aunque su término municipal no quede delimitado hasta 1944. Censa 12.022 en 1981 y 34.148 en 2021. La ciudad crecerá desde dos núcleos: el puramente urbano, que irradia el castillo, en cuyas cercanías nació entre 1935 y 1938 el Mercado Central sobre el espíritu de un templo iniciado en 1861 pero que no se dejaba construir (malos diseños, el terremoto de 1829), y se extenderá al norte, en lo chaletero o apartamental con cierto caché, y al sur, paraíso vacacional y de fin de semana; y sobre la sierra de Santa Pola, en cuyas entrañas habita la cueva de las Arañas, testimonio de la Edad del Bronce.
Días de ocio y cultura
Allá arriba, Gran Alacant, sembrada en los papeles el 24 de agosto de 1984, la habitan 9.601 personas en último recuento, en un entramado con chalés, centro comercial, establecimientos varios, hoteles, mercadillo los jueves no festivos y domingos de julio y agosto y hasta plataforma para practicar el parapente. En la cercanía, el faro de 1858, que asume la torre la Atalayola o Talaiola, parte de un sistema de torres vigías iniciadas en 1552 y de las que aquí se conservan la de Tamarit en las salinas, remozada en 2008, y la de Escaletes (escalerillas).
Pero, además de conquistas o pillajes, también arriban gentes sedientas de Levante feliz. 13 kilómetros de costa, 13 playas: siete ‘urbanas’ y seis ‘naturales’; parque de atracciones fijo, Pola Park (1996); fiestas patronales entre agosto y septiembre, con Moros y Cristianos; Acuario Municipal (1983), alimentado por agua marina y los pescadores; museos como el del Mar (el castillo, el barco ‘Esteban González’), el de la Sal (en un antiguo molino salinero) y el ánima de una lujosa villa romana y del Portus Ilicitanus, incluida una fábrica de garo o ‘garum’, aquella salsa de pescado en salmuera creada por los fenicios y perfeccionada por los gaditanos que tuvo su versión santapolera. Claro presagio de la rica cultura gastronómica basada en los frutos marinos, como los arroces a banda, el gazpacho de mero o el ‘arròs i gatet’ (el ‘gatito’ es un escualo también conocido como pintarroja o musola). Quizá, tal y como predijo el augur.