Isabel II es conocida, además de por otras muchas cosas, por esa capacidad, demostrada a lo largo de sus ya casi 70 años de reinado, de guardarse para sí sus emociones y, por supuesto, grandes secretos de Estado. Nunca, más allá de lo que hayan podido interpretar a posteriori politólogos o historiadores, han dado a conocer su opinión personal sobre lo tratado semanalmente con sus primeros ministros ni sobre ellos.
Una de las últimas revelaciones sobre la capacidad de la monarca británica de guardar un secreto se ha sabido recientemente y tiene que ver con su estelar actuación como ‘chica Bond’ durante la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, de los que el próximo mes de julio se cumplirán diez años.
La reina entró al estadio lanzándose en paracaídas desde un helicóptero después de ser recogida en el palacio de Buckingham por el agente secreto más famoso de todos los tiempos, una actuación de la que ningún otro miembro de su familia o del Gobierno sabían nada.
De hecho, en una reciente entrevista concedida a la BBC, los responsables de aquel espectáculo reconocieron que la única condición puesta por Isabel II para participar de aquella simulación fue que nadie de su entorno ni del Gobierno podían saber nada hasta que lo vieran, como lo hizo el resto del mundo, en directo en el propio estadio.
Así, la parte más peliaguda de todo ese show, más incluso que el propio salto en paracaídas efectuado frente a millones de espectadores por dos especialistas –uno de ellos, portando el mismo vestido que la reina–, fue engañar al comité del Gobierno que debía hacer seguimiento y aprobar los detalles del espectáculo, cuyos miembros pensaron, hasta el último momento, que la entrada de la reina al estadio se realizaría de otra manera.
Finalmente, el trampantojo sirvió para poner una nota del característico humor-Bond, encarnado por Daniel Craig, en una ceremonia que puso en valor algunos de los principales hitos de la historia y la cultura británica y que, a día de hoy, sigue siendo considerada por muchos la mejor ceremonia de inauguración de unos Juegos Olímpicos, honor que, en esa clasificación no oficial, tenía hasta entonces la de Barcelona ’92.