El río Segura queda lejos de aquí, allá al norte, por la pedanía almoradidense Heredades, pero Daya Nueva (citada a veces como Daia Nova, pese a ser municipio castellanohablante) germina gracias a un hábil sistema de acequias (agua entrante) y azarbes (la sobrante). Vivificantes corrientes que vienen y van desde hace siglos. Bombeadas desde Almoradí por canales como Cotiles, Agalia o de las Cruces, que fue línea divisoria con Daya Vieja.
Pasado y futuro se citan en unas feraces huertas desde donde han ido brotando alcachofas, cereales, cítricos varios o patatas. Si visitamos, en la avenida de Almoradí, el Museo de la Alquería, con su Inmaculada (se la festeja el 8 de diciembre) sobre pilar en la esquina del recinto, fuera, en la acera, más parte de la vega al frente, comprenderemos la imbricación entre Daya Nueva y una tierra más ubérrima, fértil, de lo que pudiera suponerse.
El pantanal
Los primeros moradores no encontraron ni vergel ni secarral, sino pantanos que hubo que desecar y aguas marginales (de uso humano limitado, por salobres) que en principio no hacían suponer el milagro actual. Hace unos dos mil años antes de Cristo la actual Daya Nueva estaba bajo las aguas marinas del Sinus Ilicitanus (Golfo de Elche), que al llegar los romanos a la Península Ibérica (III a.C.) comenzaba a retrotraerse. Quizá por entonces lo de ínsula fuera algo más que una metáfora para la actual Daya Nueva rodeada de vega.
Aunque el 5 de junio de 1992 un vecino de la colindante Rojales (al sur, como Formentera del Segura y Almoradí, también al oeste, y Daya Vieja al este y Dolores al norte) encontraba, al excavar en la zona dayera de El Mejorado, parte de un monumento funerario íbero (entre IV y III a.C., se puede admirar en el Museo Arqueológico de Rojales), además de elementos romanos. En fecha algo más cercana, en 1411, el sitio, posible alquería muslime (‘daya’ significa ‘pequeña depresión’ o ‘laguna’, que aquí tendría bastante sentido), consistía en una aldea cristiana de doce familias, una aljama (‘ayuntamiento’, ‘reunión de gente’) y una nuclear casa fortificada.
No muy diferente, por cierto, de la actualidad: un pequeño centro poblacional en torno a un templo, la iglesia de San Miguel Arcángel (agasajada entre el 20 y el 30 de septiembre), de fachada ocre y tejas azules al campanario. El edificio, sembrado el XVII, saluda a la calle Mayor (la CV-901, Rojales-Almoradí, a su paso urbano), frente a uno de los dos edificios que alcanzan cuatro alturas sobre bajo. La rectangular ermita de San Miguel de la Daya, a la que se le practicaron en el XVIII ensanches que la acercaban a su aspecto actual, se convertía en foco religioso comarcal.
Estampa que en realidad es rehechura: el terremoto que azotó a la Vega Baja del Segura la tarde del 21 de marzo de 1829, desde epicentro torrevejense, provocó la reconstrucción del templo. La que podemos disfrutar hoy, remozada, al introducirnos en esta pequeña ciudad de 1.758 habitantes según censo de 2022 (483 extranjeros, y de ellos, 351 europeos), aunque llegó a los 1.996 residentes en 2012.
Interioridades urbanas
Llegar en automóvil al llano núcleo poblacional resulta curioso: entre caserío y caserío te rodea el vergel, sobre todo huertano. Sazonan el paraje urbano casas con patio externo, a la calle, más algún que otro porche. Abundan (entre viviendas generalmente de dos alturas) las plantas bajas. El pintoriquismo, eso sí, se torna breve edificio vecinal en algunas calles, y en otras, ya hacia las huertas, pareados. Transpira tranquilidad, pese a la relativa cercanía de dos importantes centros urbanos como Elche (o Elx), casi conurbado a Crevillent y Santa Pola, y Torrevieja, unida por el sur a Orihuela Costa, asome mediterráneo de la interior ciudad obispal, y a la franja litoral de Pilar de la Horadada.
Hay buena restauración, donde degustar una rica cocina también practicada en los hogares dayenses (o dayeros, según gentilicio aportado por los mayores del lugar). Pura huerta en arroces (como el caldoso con conejo), los arcasiles (alcachofas, por alcaucil) en escabeche, el cocido con pelotas, los cucurrones (bolitas de harina y agua con verduras), la tortilla en caldo (con su aporte marino: el bacalao), más unas gachas de arrope o una torta de boniato. Y esto es solo una pequeña muestra.
Señoríos y pedanía
Como en una partida de ajedrez o una temporada de ‘Juego de Tronos’, esta población, procedente del municipio-señorío de Las Dayas, que llegó a lamer la costa mediterránea y fue segregado de Orihuela gracias a decisiones y alianzas varias de señores feudales dueños de paisajes y paisanajes, posee una nutrida historia de alianzas y trasvases asentada sobre arcillas, arenas y limos. Y cada una dejará su huella. Como con el linaje de Rabasa (o Rabassa) de Perellós, a los que Carlos II, ‘El Hechizado’ (1661-1700), concedía el marquesado de Dos Aguas.
De ahí vienen las tres peras del escudo, sobre las que abundan explicaciones (el amor, la fragilidad de las cosas, la inmortalidad). Añadamos aquí que una ‘rabassa’ es una cepa o rama, y un ‘perelló’ un pero (fruta a medio camino de la manzana y la pera, aunque realmente es una clase de lo primero, y en la provincia proceden sobre todo de la Marina Alta y el Comtat).
Pero en 1974 aún quedaba un movimiento de fichas, al anexionarse Puebla de Rocamora, al norte, donde, entre bancales de frutales y naves agrícolas surgidos de lo que fue pantanal hoy colmatado, cruzados por la CV-901, se nos permite introducirnos en un pequeño refugio vivencial que acoge a una señal de tráfico que nos anuncia, a mano izquierda si veníamos de la ciudad, una ‘zona urbana recreativa’ donde está ‘prohibido’ el ‘paso de ganados’.
Aquí es donde se ubica el campo de fútbol municipal, en la zona recreativa La Puebla. Antes de llegar allí, el fruto de la labor conjunta de Ayuntamiento e Hidraqua se concreta en un parque, también La Puebla, diseñado para drenar, recoger y canalizar las aguas de lluvia. Que sí, que el río Segura se encuentra lejos de aquí, pero Daya Nueva continúa sabiendo cómo convertir limo en vergel.