Entrevista > Josi Alvarado / Autora teatral (Barinas, Murcia, 9-octubre-1976)
La autora dramática de crianza alicantina Josi Alvarado conseguía en 2019 el premio de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) de Teatro Ana Diosdado por la obra ‘La tarara’. Espaldarazo para la autora de ‘Colgados’ (2012), ‘Fulanas’ (2014), su versión abreviada ‘Anda Jaleo’ (2014), representada en los refugios antiaéreos entre 2017 y 2018, ‘Fum’ (2019), ’El manual de la señora de la limpieza’ (2020), ‘Llévame a Benidorm’ (2023) o ‘Les troianes. Fucking nowhere’ (2024).
Una afición por el teatro despertada en sus tiempos de estudiante en el instituto alicantino Figueras Pacheco, gracias al magisterio de Marisol Limiñana o Paco Sanguino, que siguió alimentando incluso en su época de periodista y luego como docente en idiomas. Actriz y dramaturga a las órdenes de Juan Luis Mira, en la compañía Jácara (1981-2017), cofundadora de Teatro La Clandestina (2014-2018), continúan sembrando la escena de reflexiones.
«Estamos ante una época de voladura de los puentes de solidaridad»
Esta fue una reflexión tuya durante el confinamiento: “Europa es racista. Cuando nos aprietan, todos somos racistas, machistas, individualistas”.
Sí, en mi opinión la pandemia dejó desnudo al emperador y nos mostró nuestras miserias. Claro que somos una sociedad en que crece el individualismo y el chovinismo patriotero. Estamos ante una época de voladura de los puentes de solidaridad, avivada por los voceros de la desinformación. Menos mal que todavía quedan jóvenes como los que están sacando barro en Valencia.
En cuanto al machismo… eso es mucho más difícil de combatir, porque resurge cada vez de formas más sutiles y a menudo ligadas al consumo.
¿De dónde surge la inspiración? En tu teatro me da la sensación de que atrapas la realidad que vives o que ves alrededor.
Los disparadores para escribir pueden surgir en el lugar más inesperado: en una sala de espera, en la pescadería, en una conversación cazada al vuelo en la cabina de un avión. Siento decirte que nada es mágico ni demiúrgico. Escribir es observar desde un asombro casi infantil y leer mucho.
A veces injerto. Encuentro una palabra o una metáfora que me hace saltar de la silla y desde ahí surge la escritura, pero nada de magia, es un proceso orgánico y de picapedrero. Como plantar patatas: unas salen y otras no.
«Los disparadores para escribir pueden surgir en el lugar más inesperado»
Sea comedia, o drama, siempre hay un trasfondo en tus obras que te deja como… algo amargo en el cuerpo. ¿Lo ves así?
Bueno, es que la vida es amarga y las buenas historias no son las de amor, sino las de desamor. Más bien lo explicaría en positivo: en mis obras, que suelen tener una dimensión social, siempre hay un destello de humor que ayuda a digerir, una autoironía salvífica que, al final, es lo único que nos queda muchas veces.
Hay algo que no veo en escena. Durante siete años ejerciste como periodista, cuando incluso en las pequeñas redacciones era más habitual el habitar estas que la casa.
Trabajar de periodista me dio muchas herramientas: el sarcasmo, el descreimiento y la irreverencia. A los veintipocos años ya me habían chantajeado, amenazado, me había metido en chabolas inundadas y me había dado de bruces con un entorno laboral machista y depredador; había visto de cerca la corrupción del Alicante de los 2000, la indolencia de la oposición, el trampantojo de la política y el teatrillo de vanidades.
Obviamente, todo eso te da un marco de referencia y una perspectiva (un tanto desencantada, la verdad). Escribir cada día es un ejercicio de humildad. Y sí, como dices, trabajábamos doce horas al día y teníamos un pulmón lleno de nicotina. En esas circunstancias nadie se cree Vargas Llosa.
«Trabajar de periodista me dio muchas herramientas: sarcasmo, irreverencia»
No te gusta el ‘cuotismo’, las ‘cuotas’.
No, no me gusta el cuotismo, pero las cuotas hacen falta. Considero muy necesarias las políticas de discriminación positiva. Lo que me molesta es cuando se diseñan solo para ganar votos y se las vacía de contenido; se convierten en medidas estéticas, huecas y taxidérmicas.
Fuiste jurado en los Premios Max de 2022. Si pasar de redactora a dramaturga te cambió de lugar en las ruedas de prensa, ¿cómo te enfrentaste a ser ahora tú la que debía juzgar la obra de compañeros?
Creo que soy mejor lectora que escritora. Los buenos textos te llevan y te elevan, y es muy fácil distinguirlos de los textos menos conseguidos, porque son música y te atrapan, no tienes que hacer nada más que dejarte llevar. Pienso que para eso hace falta mucho oficio y estupor. Cuando el escritor es novel, escribe para mostrar lo que sabe. Si el escritor es más avezado, comparte sus preguntas, es generoso y te deja jugar en su jardín.
En cuanto a hacer de escritora en una rueda de prensa, me da entre pudor y empacho, porque me veo interpretando un personaje que me viene enorme, no en el sentido de impostora, sino en que estoy en las antípodas de lo que la gente espera de un dramaturgo: perlas de sabiduría, una visión del mundo propia y bigote.
La dolencia lírica
Llegó la pandemia y dejó esta frase tuya: “la noche nos retuvo, confinados por el miedo, mientras soñamos un ciervo que bailaba con las olas, desnudos de asombro, miserables en lo eterno”.
Ese verso intenta expresar el ambiente distópico que se respiraba en las calles durante el confinamiento. Desde que escribí ‘La tarara’, creo que mis textos tienen esa veta poética trenzada con otra veta más social. En aquella época leía mucho a Conejero, Koltès, Lagarce…
Desde entonces tengo esa dolencia lírica que va aflorando: vuelve a aparecer en ‘Les troianes. Fucking nowhere’, y también en mi última publicación, ‘Adelas y Bernardas, una carta de matricidio’. El lenguaje poético te ayuda a fracasar mejor y más bonito, citando a Beckett, porque escribir es siempre fracasar, un bello fracaso.