Quizá no por casualidad, la estampa o grabado ‘La gran ola de Kanagawa’ (‘Kanagawa oki nami ura’. ‘Bajo una ola en alta mar en Kanagawa’, 1830-1833), obra del artista plástico Katsushika Hokusai (1760-1849), fue una de las grandes obras de la época artística japonesa Ukiyo-e (‘pinturas del mundo flotante’), peculiar arte costumbrista japonés del periodo Edo (‘estuario’, nombre de la actual Tokio hasta 1868), iniciado en 1603.
Fue una época estable para Japón, a la que se conoció también como la ‘era de la paz ininterrumpida’, de aires feudales, estructura piramidal basada, como en el Medievo occidental (siglos V al XV), en relaciones de vasallaje y protección, y en la que se llegó a proteger su particular sincretismo (fusionar distintas creencias) religioso de credos considerados excluyentes de una manera muy dura: el beato utielano Francisco Gálvez (1578-1623) fallecía, por ello, quemado vivo.
Era colonizadora
Entre los siglos XVI y XVII, primero con Portugal, luego con España, se iba a dar un fuerte movimiento misionero y, sobre todo, evangelizador que se fijó en Asia, y muy especialmente en el entonces exótico Japón. Europa, en esas centurias, se encontraba en plena Edad Moderna (XV al XVIII), Era de los Descubrimientos, donde ambos países de la Península Ibérica se afanaban por ser muy viajeros.
Época también colonizadora, por lo físico, lo político y lo espiritual. Es el gran momento evangelizador desplegado por el ‘nuevo continente’, América, ‘descubierto’ en 1492, lo que de paso arrancó la Era Moderna. El país-archipiélago de Filipinas, posesión española desde 1521 hasta 1898, se convertiría en un puente para plantearse la prédica y posible cristianización asiática. Japón, cuyo sincretismo admitía al principio esto, pronto se puso como gato panza arriba: veía exclusivismo y posible colonización.
El país llegó a proteger su sincretismo religioso de manera muy dura
De familia bien
En este caldo de cultivo, nacía Francisco Gálvez Iranzo en una Utiel ya importante, aunque a día de hoy (significativos) sepamos que había 2.025 habitantes en 1699 (Felipe IV, 1605-1665, le había concedido el título de ciudad en 1645). Gálvez procedía de una familia bien, hidalga, o sea, noble. Pero entraba en el colegio-seminario utielano del Salvador, fundado el 6 de agosto de 1585 por el sacerdote Gonzalo Muñoz Iranzo (1523-1594).
La institución, nacida el día de la Transfiguración del Salvador y que formaba tanto a niñas como a niños, había sido creada, según señalaba su artífice, para que “salgan buenos ministros para la Iglesia y vayan a otras Universidades para aprender otras ciencias y facultades y a (…) monasterios para mejor servir a Dios”. Gálvez tomó buena nota de ello, tanto en lo religioso como en lo estudiantil.
Galvéz procedía de una familia bien, hidalga, o sea, noble
Estudios y evangelización
Entraba en la Universidad de València, entonces el Estudi General, para formarse en Artes, Lógica, Filosofía, Teología. El joven Gálvez Iranzo se encontraba transido de fervor, así que decidió entrar en una orden franciscana (comunidad debida al santo italiano Francisco de Asís, 1181-1226, nacida en 1209), pero en concreto en una que observase notablemente pobreza y ascetismo: como los alcantarinos.
Transformada por el cacereño San Pedro de Alcántara (1499-1562) a partir de los Hermanos Menores Descalzos, surgidos en 1495, arraigaba en la hoy Comunitat Valenciana, especialmente en las provincias valenciana y alicantina. Y pronto Gálvez se iba a apuntar a la misión evangelizadora de dicha orden. El puerto de la gaditana Sanlúcar de Barrameda iba a convertirse en el punto de partida para marchar a Filipinas.
Llegó disfrazado, con la cara tiznada y trabajando de remero
Tres viajes
Sin embargo, el asunto no iba a ir directo. Según varias fuentes, Francisco Gálvez embarcaba en 1601, el 28 de junio, el mismo año de su ordenación definitiva como sacerdote. Había que pasar por América necesariamente, según las rutas españolas. Así que desembarca en la fortificada, y veracruzana o jarocha, isla de San Juan de Ulúa, en México, pero no volvería a navegar, desde Acapulco, hasta 1609, donde ya emprendía la ruta del Pacífico.
Una vez en Filipinas, Gálvez se aplicó. Instalado en un barrio de las afueras de Manila, en una colonia de japoneses cristianos, lo suyo era aprender lengua, costumbres y almas. Cuando lo logró, marchó. Su primer viaje fue en 1612, pero, aunque predicó exitosamente, se contagió débilmente de lepra. Consiguió sanar, y retornaba en 1614, para encontrarse con un recibimiento hostil. Volvería en 1616.
Se acabó la suerte
Esta vez tuvo más suerte. Llegó disfrazado, con la cara tiznada y trabajando de remero. Ahora el periplo se alargaría, pero, en un clima más relajado, acabó por triunfar en sus prédicas, llegando mientras, incluso, a ejercer labores diplomáticas. Pero nada es eterno. Japón estaba regido por un shogún o sogún (‘comandante’), a las órdenes de un emperador entonces con menos poder.
El periodo Edo, el último shogunato, había sido fundado por Tokugawa Ieyasu (1543-1616). Su nieto, Tokugawa Iemitsu (1604-1651), tan pronto accedió al poder, decidió que ya se había dado demasiada carta blanca, y varios frailes acabaron literalmente incinerados en vida, un 4 de diciembre, en el mismo Tokio o Edo (también Yedo). Entre ellos, Francisco Gálvez Iranzo, aunque su beatificación no iba a llegar hasta el 7 de julio de 1867.