La Bahía de Altea es mucho más que un rincón paradisíaco del Mediterráneo. Sus aguas cristalinas, que reflejan el cielo como un espejo, y sus paisajes de postal, que enamoran a quien los contempla, esconden tras su belleza una historia antigua, profunda y llena de misterio. Desde tiempos inmemoriales, este litoral ha sido un punto estratégico en la navegación, refugio de marineros y testigo silencioso de pasiones, tragedias y leyendas que han alimentado el imaginario de generaciones.
Y es que, mientras hoy día los veleros y yates surcan plácidamente sus aguas, hace siglos eran las velas triangulares de los corsarios berberiscos las que dibujaban siluetas temibles en el horizonte. En aquellos tiempos, las costas de Altea eran tanto un lugar de vida como un territorio de vigilancia, donde cada cala podía ser una trampa, cada peñón un centinela y cada cueva, un escondite.
Del mar surgió el Peñón de Ifach para separar a dos amantes
Un amor que desafió a los dioses
Una de las historias más conmovedoras que aún se recuerda con asombro es la leyenda del Peñón de Ifach. Aunque geográficamente se encuentra en Calpe, su presencia imponente es visible desde toda la bahía, y su sombra, sobre todo la metafórica, se proyecta tanto sobre el mar como sobre la memoria local.
La leyenda cuenta que, en la época de mayor amenaza corsaria, una joven alteana llamada Aitana, hija de un influyente comerciante, se enamoró perdidamente de un humilde marinero local. Su amor, puro pero prohibido por la rígida estructura social y familiar de entonces, los llevó a buscar refugio en el mar, lejos de miradas inquisidoras y normas asfixiantes.
El recuerdo de Roldán
Eligieron como escondite la gran roca que emergía majestuosa frente a la costa. Pero su idilio fue descubierto, y según relatan los ancianos del lugar, la furia de los dioses (o quizás la de los hombres) provocó que el Peñón se alzara de las profundidades para separarlos, atrapándolos entre sus muros de piedra en una historia que recuerda mucho a la del temible gigante Roldán en el Puig Campana.
Desde entonces, quienes escalan sus senderos o navegan junto a él aseguran sentir una extraña melancolía, como si el espíritu de los amantes aún habitara en sus entrañas.
Como escondite de sus botines los piratas usaban el Morro de Toix
Acantilado de sombras y ecos
En el extremo opuesto de la bahía se levanta el Morro de Toix, una mole pétrea que domina el paisaje con su perfil agreste. Aunque hoy es conocido por los aficionados a la escalada y por ofrecer una de las vistas más espectaculares de la Marina Baixa, sus cuevas y grietas han alimentado durante siglos historias de contrabandistas, piratas y desapariciones.
Los antiguos marineros narraban que en las profundidades de sus cavernas se ocultaban bandas enteras de corsarios, que utilizaban el Morro como punto de vigilancia y base de operaciones. Allí escondían sus tesoros y se guarecían durante las tormentas. En noches especialmente ventosas, algunos aseguran escuchar todavía los ecos de voces y el rumor de remos cortando las aguas: las almas de aquellos hombres que vivieron y quizás murieron bajo el filo del acantilado.
Mateo, el pescador valiente
Entre las historias más antiguas, destaca la del joven Mateo, un pescador conocido no solo por su destreza con las redes, sino por su coraje y corazón generoso. Cuentan que una noche, sorprendido por una tormenta mientras faenaba, buscó refugio en una de las muchas cuevas del Morro de Toix. Allí descubrió un grupo de piratas que, al verse sorprendidos, lo capturaron.
Pero Mateo no se dejó vencer. Usando su conocimiento del terreno y del mar, logró escapar en un acto temerario: se arrojó desde lo alto del acantilado hacia las embravecidas aguas. Nunca volvió a ser visto. Sin embargo, los lugareños sostienen que su espíritu sigue rondando el lugar. En las noches sin luna, dicen que luces misteriosas bailan en la entrada de las cuevas, como faros diminutos guiando y advirtiendo a los navegantes del peligro.
Luces misteriosas siguen apareciendo en las cuevas del acantilado
Historias que viven en la voz del pueblo
A pesar de que muchas de estas leyendas no aparecen en libros ni documentos oficiales, sobreviven con fuerza gracias a la tradición oral. Los pescadores más veteranos las relatan mientras remiendan sus redes. Los abuelos las susurran a sus nietos en las noches de verano, y los jóvenes las escuchan fascinados durante las fiestas patronales o paseando junto al mar.
La Bahía de Altea, con su mezcla de naturaleza salvaje, historia milenaria y espiritualidad casi mágica, se convierte así en un escenario perfecto para que lo legendario se confunda con lo real. En ella, el pasado no es un recuerdo muerto, sino un pulso vivo que se manifiesta en la brisa marina, en el crujido de los mástiles, en el rumor de las olas golpeando las rocas.
Patrimonio inmaterial
Estas leyendas forman parte del patrimonio inmaterial de Altea. Más allá de su valor literario o simbólico, constituyen un reflejo del alma de un pueblo marinero que ha sabido conservar su identidad a lo largo del tiempo. Protegerlas implica también cuidar el entorno natural donde nacieron: sus acantilados, sus aguas, sus cuevas.
Por eso, son muchas las voces que reclaman que, además de esforzarse por mantener esa tradición oral, se haga un esfuerzo por recopilar esas historias y que, incluso, se enseñen en las escuelas locales o que se integren en las rutas culturales y que se celebren como lo que son: testimonio vivo de una comunidad que ha aprendido a convivir con la belleza y con el misterio.