Ha llegado septiembre a l’Horta Sud y el aire cambia. Se va el bochorno pegajoso del verano y una brisa más seca comienza a mecer el paisaje que nos define. Para cualquier vecino de Alfafar, basta con dirigir la mirada hacia el este, más allá de la Pista de Silla, para notar cómo la marjal abandona el verde intenso y se viste de un oro viejo, casi líquido bajo el sol del atardecer.
Es el anuncio de la siega. El momento culminante de un ciclo que ha marcado la vida, la economía y la cultura de esta tierra durante siglos. Un trabajo de paciencia y esfuerzo que ahora, con el sonido de las cosechadoras como banda sonora, llega a su fin. Es la cosecha del tesoro que alimenta nuestros platos más icónicos y que da forma a un ecosistema único en el mundo: nuestro arroz.
Compás de la naturaleza
El grano que se recoge en septiembre es el fruto de un año entero de simbiosis entre el hombre y el fango. Todo comienza en invierno con la ‘perellonà’, la inundación controlada de los campos que limpia la tierra y sirve de refugio para las aves. Con la llegada de la primavera, los motores vacían los ‘tancats’ y el agricultor labra el barro, preparando el lecho para la siembra que se realiza entre abril y mayo.
Durante el verano, los campos son un mar de un verde esmeralda intenso. El sol y el agua hacen su magia, engordando lentamente el grano dentro de la espiga. Es un periodo de vigilancia constante contra las malas hierbas y las plagas, un cuidado diario que los arroceros de la zona conocen por herencia. El paisaje es una estampa de calma, pero bajo la superficie el trabajo es incesante y silencioso.
Todas las variedades que crecen en nuestra marjal son famosas por su capacidad para absorber los sabores del caldo
De la ‘falç’ a la cosechadora
No hace tanto tiempo, la siega era una epopeya humana. Familias enteras, cuadrillas de ‘segadors’, entraban en los campos anegados con la ‘falç’ (hoz) en mano. El trabajo, descrito con crudeza en novelas como Cañas y barro de Blasco Ibáñez, era extenuante: jornadas de sol a sol, con el agua por las rodillas y la espalda doblada para cortar los haces de arroz, que se dejaban secar en el mismo campo.
Después venía la ‘batuda’ (la trilla). Los caballos, dando vueltas en círculo sobre las garbas extendidas en la era, separaban el grano de la paja. Era un ritual comunitario, un evento social que mezclaba el sudor del esfuerzo con la celebración de la cosecha. Cada grano de arroz costaba un sacrificio físico que las generaciones más jóvenes apenas pueden imaginar. El sonido era el del trote del animal y el de las voces de la gente.
La siega ha marcado la vida, la economía y la cultura de esta tierra durante siglos
La revolución de la técnica
Hoy, el sonido de la siega ya no es el zumbido rítmico de las hoces ni el murmullo coral de los jornaleros, sino el rugido metálico de los motores diésel. Las cosechadoras anfibias, con sus ruedas de jaula o sus orugas de goma, irrumpen en los campos como mastodontes de acero.
En una sola pasada lo hacen todo, la eficiencia es casi intimidante. Lo que antaño exigía decenas de brazos doblados bajo el sol, jornadas interminables y semanas de esfuerzo, hoy se resuelve en cuestión de horas por una sola máquina.
A mediados del siglo XX, esta mecanización fue celebrada como una emancipación: multiplicó la productividad y redujo el desgaste físico del campesino. Pero cada liberación trae su precio. La siega, que había sido una liturgia social donde el trabajo se confundía con la convivencia, se transformó en un procedimiento técnico, frío y exacto. El campo dejó de ser escenario de un ritual colectivo para convertirse en territorio de precisión mecánica.
A mediados del siglo XX el proceso se mecanizó, dejando atrás un momento de congregación y unión comunitaria
Tesoro con Denominación de Origen
El resultado de todo este proceso es un producto de élite amparado por la Denominación de Origen Arroz de València. Las variedades que crecen en nuestra marjal son famosas por su capacidad para absorber los sabores del caldo, la clave de una buena paella. Hablamos del Senia, el Bahía o el Bomba, el rey indiscutible por su resistencia a abrirse durante la cocción.
A estas variedades tradicionales se ha sumado en los últimos años la llamada ‘Albufera’. Un grano que combina la cremosidad del Senia con la consistencia del Bomba, y que demuestra que la innovación también llega al campo. Este es el verdadero oro de la marjal, un cereal que lleva impreso en su ADN el carácter de la tierra y el agua de la que nace, a pocos metros de nuestras casas.
Paisaje que es cultura
La siega de septiembre es mucho más que una simple actividad agrícola. Es la gestión de un paisaje cultural protegido, el Parque Natural de la Albufera. Un legado de conocimiento, vocabulario propio y respeto por la tierra que define una parte esencial de lo que significa ser de l’Horta Sud, de ser, en definitiva, de Alfafar.