La duna móvil, alentada por las corrientes marinas y los vientos por ella auspiciados, lleva eones intentando soterrar la provincia, pero desde hace unos 28 siglos los humanos, desde Guardamar, empezaron a meterle frenos a su inagotable labor. Los fenicios, se supone que los primeros, dejaron su firma, cuyos trazos aún pueden verse en un rincón del parque Alfonso XIII, más o menos por donde la calle Eras del Fumador se cruza con la casi trífida calle Dunas, que allí se introduce en las inmensidades del espacio público.
También hubo íberos, que regalaron a la posteridad su Dama, desenterrada el 22 de septiembre de 1987 en el Cabezo Lucero, a orillas del Segura y en las cercanías de Rojales, y hoy saludable en el Museo Arqueológico Municipal, en las mimbres de la Casa de Cultura, a la vera del citado parque.
Río Blanco
Ha visto crecer, la duna móvil, aquel remoto poblamiento hasta convertirse en este municipio de 15.348 habitantes según censo de 2019, y muchos más cuando arriba el estío. Curioso nombre ostenta, en su función de parar el apetito de silicatos, carbonatos y salitre, pero Guardamar (para los árabes posiblemente Almodóvar, ´el redondo` o ´lugar fortificado`) también atesora otras aguas: las del Segura (´río blanco` en árabe), que a su norte desemboca, tras recorrerse 325 kilómetros desde Santiago-Pontones (Jaén), en un paisaje de barcas de pescadores, apartamentos ribereños y el puerto deportivo Marina de las Dunas. Y playa libre: la de Tossals, al norte (hay más playas, como la del Rebollo, arriba, o Roqueta, Moncaio, del Centre, El Camp…: unos 11 kilómetros de costa).
La población (27 metros de altitud) presenta hoy resabios modernos, turísticos, pero aún esconde entre su ánima el corazón del Guardamar de siempre, el de plantas bajas (calle Alicante, la alargada plaza del Rosario…) y una Semana Santa que procesiona desde el 14 de agosto de 1610 (la Ilustre Cofradía del Rosario), pródiga en bandas de cornetas y tambores y con escenificaciones de la Pasión. Y fiestas a la patrona, la Virgen del Rosario, el 7 de octubre. O Moros y Cristianos las dos últimas semanas de julio: a Sant Jaume, patrón del último municipio de la Comunidad Valenciana, por el sur, que habla valenciano (de ahí el ‘Monument a la Cultura Comuna’, en la plaza de Jaume II, plena avenida del País Valencià).
De urbes y huertas
La duna móvil ha visto mucho, como cuando el histórico terremoto de 1829 destruye parte de Guardamar, y ésta se reinventa fuera del cerro de la ciudadela, del XII (árabe) y del XVI (gótica). De ahí la sensación de contemporaneidad, con una activa economía que, además de visitantes estivales, se basa en los frutos del mar, por pesca o piscifactoría, y en la agricultura (ñoras, cucurbitáceas, cítricos, hortalizas…); aparte de los campos circundantes, entre población turista y residente se esconde del hambre del arenal un pequeño milagro: a ambos lados de parte del camino de la Cañada Real existen huertas. Alcachofas, boniatos, naranjos, nísperos o pimientos; y por supuesto, cáñamo.
¿Ciudad? ¿De menos de 30.000 ánimas? Los sociólogos lo arreglan: “Asentamiento de población con atribuciones y funciones políticas, administrativas, económicas y religiosas”. Y Guardamar lo es: ciudad laboriosa, infatigable, moderna, que le planta cara a la abrasión que llega del mar creando un curioso paisaje con pinos, dunas… y al fondo, subrayando el horizonte, la isla Tabarca. Dos ingenieros, el aspense Francisco Mira (1862-1944), como director (tiene museo en la ciudad), y el cartagenero Ricardo Codorniu (1846-1923), como inspector jefe, repoblaron, desde 1900, el lugar con agaves (pitas), palmeras, cipreses, eucaliptos y pinos carrascos, piñoneros y marítimos. Fruto evidente son hoy los parques en las dunas: el Reina Sofía, con estanques y variada fauna (hasta ardillas y galápagos), y el Alfonso XIII, aparentemente más salvaje, mucho más grande y con los restos de la rábida califal (mezquita y varios oratorios) del siglo X, con inscripción en árabe clásico.
No toda Guardamar ha aguantado igual el genio de Yam o Poseidón: las casas de la masticada playa de Babilonia, sembradas en 1929, han sido ya prácticamente digeridas. Aguanta el envite el resto de la urbe, acentuada con la poligonal y austera, pero armoniosa, iglesia de Sant Jaume, alzada desde la misma reedificación urbana, frente a un peculiar ayuntamiento al que entrar mediante doble acceso exterior (en automóvil o por las escaleras que conducen a la balconada).
Ecos del pasado
Más ecos del pasado afloran, como el puente de hierro que servía para entrar en coche a la ciudad (1929), y que muchos entrevén en la película ‘Supersonic Man’ (1979), una de aquellas divertidas series B del valenciano Juan Piquer Simón para los estudios norteamericanos. Hoy es peatonal y se incluye, tras el castillo, en un complejo museístico al aire libre que incorpora el molino y azud de San Antonio, original del XIV (remodelado en el XVIII y principios del XX) y trazos arabizantes.
La duna móvil conoce más manifestaciones de Guardamar, y a todas intenta deglutir: básicamente, filiales con mucha vivienda de fin de semana y vacaciones, de las de familia media. Como esas hileras de pareados que orillan pinares que pretendieron constreñirla. Más hacia la ciudad, otros pareados, encalados recuerdos de los setenta-ochenta-noventa, muchos de planta baja, algunos separados de la ´carretera general` (la N-332) por tan sólo una sombreada fila vegetal.
Zona pletórica, además, de restaurantes familiares donde disfrutar tanto de platos cosmopolitas como de una gastronomía autóctona basada en calderos, paellas y cocidos con pelotas. De cuando en cuando, manojos de juncos señalan agua como zahoríes. Y un poco más cerca aún de la urbe, ya crecen los apartamentos, los hoteles gigantes y una chaletería más opulenta, donde hubo casucas de ventanas protegidas en invierno con maderos claveteados, pura estampa lovecraftiana, o simplemente nada, conformando así una suerte de pequeña ciudad estacional que en ocasiones recuerda al añorado Exín Castillos.
Pero la duna móvil seguirá intentándolo. En una cercana lejanía, sobre la sierra del Moncayo, los americanos plantaron en 1962 una torreta de 370 metros de altura, que hoy sirve para transmitir órdenes a submarinos. ¿Quién podría resistirse, pues?.