Tienen razón los científicos: el tiempo se retuerce sobre sí mismo. Originalmente, la basílica romana fue mercado, además de -algo muy común en los mercados aún hoy- lugar de reunión para la ciudadanía. Luego, tras el Edicto de Milán promulgado por Constantino el Grande (313-337) en el 313, las basílicas cambiarán a templos exclusivamente religiosos. Bueno, salvo las excepciones de rigor, como la del Mercado Central o Plaza de Abastos de Santa Pola.
Cabría decir que el mercado habita o llena, más que se ubica en, la plaza dedicada al aplaudido compositor de zarzuelas santapolero Manuel Quislant Botella (1871-1949), fundador de la Banda de música Santa Cecilia de Santa Pola. Resalta precisamente su planta basilical, alargada y rectangular, con nave central más ancha que las dos laterales, aunque, eso sí, aquí sin ábside (la cabecera, generalmente semicircular, de las parroquias), transmutado en puerta trasera con frase imperativa: “Compra en casa”.
Se construyó donde hubo un templo que se desplomó
Un ave fénix de obra
El Mercado Central realmente, en el fondo, sí tuvo un arcano origen litúrgico, ya que de hecho se construía donde hubo un templo que no se dejaba construir; es más, parte de sus paredes y su diseño actual provienen de este pasado religioso. Una iglesia a la que en principio bautizaron como Nueva, cuando en 1861 sembraron sus primeras piedras, y a la que después quebraron el nombre, llamándola simplemente Rota cuando su bóveda se negó varias veces a mantenerse en su sitio.
Un terremoto, el 21 de marzo de 1829, la apuntilló, convirtiéndola en unas ruinas de las que se alzará, finalmente, el edificio comercial y social actual, entre los años 1935 y 1938. Su fachada, con vestigios de lo que pudo ser la torre del reloj del templo, saluda con su estilo academicista, es decir, técnicamente impecable, sujeto a las normas artísticas del momento, pero buscando el equilibrio entre éstas y el clasicismo. Ya nada más erigirse le plantó una tilde a su carácter ‘basilical’: bajo sus cimientos aseguran que se habilitó un refugio en plena Guerra Civil (1936-1939).
De hambres, guerras y cartillas
La Plaza de Abastos vivirá, pues, la dura posguerra convirtiéndose en el principal encargado, junto al comercio familiar de tahonas y ultramarinos, de tratar de calmar entonces los famélicos estómagos de la actual urbe costera. En Santa Pola, como en el resto de España, se pasó hambre, claro. Pero también, como corresponde al pasado más clásico del edificio, fue lugar de reunión de una población que, al acabar la contienda, no cuenta con muchos vientres que alimentar.
En 1940 se anotaban en el censo 5.325 habitantes frente a los 4.200 de 1930, pero según la investigadora Elena Olmedo Pagés, “el crecimiento del intercensal 1930-1940 es sospechosamente optimista”. Al igual que ocurrirá entonces en buena parte del país, Elena Olmedo apunta que “las dificultades alimenticias postbélicas”, que darán lugar “a inscripciones dobles o múltiples”. Al hambre hay que engañarla, cuando existen las llamadas cartillas de racionamiento, establecidas el 14 de mayo de 1939, con el tope de productos que podías adquirir, si el dinero llegaba.
En 2018 se celebró el 20 aniversario del Mercado Central
Sigue la historia
Las cartillas en cuestión (una destinada a la carne y otra al resto de productos alimenticios, con subgrupos para hombres adultos, mujeres adultas y personas mayores de 60 años, y para niñas y niños menores de 14 años) no se suprimirán hasta 1952. El Desarrollismo, con el nacimiento y posterior asentamiento de la clase media, así como el fomento de un turismo, primero interior y luego combinado con otro destinado al visitante exterior, iba a proporcionar un maná ideal para el desarrollo del comercio.
Por supuesto, llegaba el momento de que esta lonja se asentase definitivamente en el espíritu vivencial santapolero. El impulso que vivirá la ciudad entre finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta le permitirá a la plaza de abastos pisar firme, en una intrahistoria que fue homenajeada desde el 5 al 30 de noviembre de 2018 al celebrar el 20 aniversario del Mercado Central con ofertas, promociones, conciertos, talleres… hasta trueque de libros. Los romanos, aparte de alucinar con el presente, no pondrían reparos en identificar al edificio como una basílica.
Constituye un viaje gastronómico provincial y más aún local
Actualidad con sabor a mar
La pandemia, como en tantas cosas, le ha pintado un feo bigote a este retrato de superación que tan mal empezó, con aquella bóveda que no quería quedarse en su sitio. Bordeamos el edificio y, en cuestiones comerciales (carteles mediante: los bandeos pandémicos impiden en muchos casos saber quién cerró por unos meses y quien, por desgracia, no volverá a abrir), lo escoltan dos churrerías-cafetería y lo rodean comercios de lo más variado.
En el interior del mercado: aceitunas y encurtidos, carne, charcutería, congelados, fruta y verdura, frutos secos, pan y bollería, pescado (directamente de la lonja, del puerto pesquero), productos ‘delicatessen’, salazones… Un viaje gastronómico especialmente provincial, más aún local, y hasta, si la covid-19 deja, un retorno a las actividades culturales, como el Club de Lectura. Esta vez bajo buena bóveda.