El río Vinalopó, en ocasiones, suele comportarse de forma caprichosa y esgrimir los papeles de propiedad para hacer suyos caudal y riberas. Sin duda lo sabían quienes, cerca de sus orillas pero sierra arriba, poblaron el hoy yacimiento arqueológico El Monastil (Bien de Interés Cultural según decreto del 30 de diciembre de 2014), cuyos restos, 35 hectáreas sembradas en el tercer milenio a.C. (el calcolítico), habitadas hasta los almohades (siglo XIII) y hoy museo al aire libre saludando a la sierra de la Torreta, antaño del Portitxol, cuentan con una moderna plataforma para divisar cómo el entorno medioambiental circundante configuró un singular poblamiento humano.
Es cruce de caminos. El Vinalopó dibuja aquí un sinuoso valle que interconecta sus comarcas y a éstas con exóteros provinciales y más lejanos. Está rodeado de montañas: como la prebética sierra del Cid en la lejanía lindante con Monforte, o la montaña de la Cámara, con caserío incluido y aviso de inundaciones (“cuando Cámara se enoja, Elda se moja”), barranco del Derramador abajo.
Buen mirador El Monastil, pues, como también pensaron quienes construyeron la cercana Torreta (restaurada en 2010) para otear y defender a quienes viajaban entre Elda y Sax o con destino a Petrer. Su función fue oficializada no mucho después de su construcción, el 15 de diciembre de 1386, a instancias de Pedro IV el Ceremonioso. Las vistas incluyen prácticamente todos los castillos de la zona.
Porque estamos ante un singular poblamiento de la provincia alicantina: a 395 metros de altitud como media, Elda acoge en sus 45,79 km² una aglomeración urbana en la que reside buena parte de sus 52.618 habitantes, según recuento de 2019, pero que se presenta conurbada con otra ciudad, que también visitará estos reportajes: Petrel (Petrer en valenciano), cuyas 34.276 almas tasadas en 2019 se distribuyen en 104,26 km² unas veces separados de Elda tan sólo por un vial, como la moderna avenida de Madrid; otras con viviendas que comparten ambos municipios.
Del centro a la presa
Si llegamos a Elda desde Alicante ciudad, gracias a la autovía hacia Madrid nos encontraremos antes con las arideces sin sombra (salvo matorrales como la saladilla rosa o jara del diablo) de la rambla de Salinetes, en realidad noveldenses: un balneario agreste de agua ´salobre` (o ´atalasohalina`: su concentración de gramos de sal por litro de agua, 250, es superior a la del Mediterráneo, 36 a 39 gramos por litro) y uno de los muchos disfrutes eldenses del medio ambiente circundante.
Un poco más allá a la derecha, la urbanización-pedanía de Loma Badá, mayormente en tierra eldense. Pasamos bajo la autovía y nos encontramos con una rotonda por la que podemos enfilar hasta Monòver o, casi a mitad de camino, meternos en un polígono industrial eldense trufado de sitios donde calmar ya el hambre con una gastronomía rica en arroces, sin desdeñar otras creaciones típicas vinaloperas como las ‘fasiuras’ o pelotas, el fandango de bacalao o la gachamiga. Por este camino (CV-835), accederemos, cruzando el Vinalopó, a la avenida de Ronda, donde también nos encontraremos con el activo Centro Excursionista Eldense y, a ambos lados, el complejo deportivo Pepico Amat.
Pero lo habitual es, desde la rotonda anterior, buscar el centro urbano. Habrá que memorizar bien el recorrido: Elda, orgullosa de sí misma, te atrae una y otra vez cuando ya no tienes más remedio que marchar y aún no le has pillado el tranquillo al callejero. La avenida del Mediterráneo nos llevará hasta la de Chapí, y de allí ya queda pasearse por el Teatro Castelar, abierto en 1904 y reabierto, remozado, en 1999; o por la plaza dedicada también al político e historiador Emilio Castelar (1832-1899, con infancia eldense), de 1931 y muy remodelada: la última, de 2015, a cargo de los jóvenes arquitectos eldenses Luis Francisco García y Francisco Blanco, conserva la estatua a Castelar, del 32 y obra de Florentino del Pilar (1905-1980), y el león que ahora se refresca sobre una fuente de esas modernas de rejilla. Mirándola, el modernizado Mercado Central, rodeado de pequeño comercio, alma de un municipio cuya economía se basa en cereales, vides, olivos, ganadería, miel, piedra calcarenita y, especialmente, el calzado, quizá hijo de las manufacturas artesanas basadas en el esparto, como puede rastrearse por ejemplo gracias al Museo del Calzado, por donde antaño estuvo la Feria Internacional del Calzado e Industrias Afines (FICIA, 1960-1991).
Si hasta hay una amplia y muy activa plaza Mayor (eso sí, de 1994), y una modernista calle Nueva, del XVII, con Casino (1902). Señorean un centro desde el que disfrutar de fiestas como los Moros y Cristianos, entre mayo y junio y oficializadas desde 1944 (en honor a San Antón, pero por el frío las trasladaron a la primavera); las Fiestas Mayores en honor a la Virgen de la Salud y del Cristo del Buen Suceso, patrones de la ciudad (8 y 9 de septiembre); y las Fallas, a San Pedro, desde los años veinte del pasado siglo.
En realidad, este núcleo vivencial eldense corresponde a los sucesivos ensanches de la población, que, puede que temiendo los cambios de humor vinaloperos, no se ha asomado excesivamente a su caudal. Por ese motivo, quizá, la ciudad adolece de esos decimonónicos asomes ribereños que poseen otras urbes (aunque desde los años ochenta existen los Jardines del Vinalopó). Y eso que su castillo almohade, del XII (2.700 m² ahora en obras), casi baña los pies en el río, aunque, eso sí, aupado a una loma. Pero la ciudadanía eldense también sabe disfrutar del Vinalopó: no muy lejos del yacimiento del Monastil se encuentra el Paraje Natural Pantano de Elda.
El embalse tuvo su primer nacimiento a fines del siglo XVI, cuando la escasez de agua para la agricultura del valle motivó su construcción. Una riada lo inutilizó, el 14 de octubre de 1793. Se reconstruirá en 1890 y en la actualidad está en desuso como presa, pero se ha convertido en un espacio donde deleitarse con el medio ambiente, no muy lejano, precisamente, del meollo urbano. Y firmar la paz con tan temperamental cauce, claro.