El día 13 de marzo Benidorm, la ciudad que nunca duerme, vio cómo el sol se apagaba lentamente hundiéndose en el anaranjado horizonte del Mediterráneo. Aquella noche pocos imaginaban que la vida de la capital turística de la Costa Blanca estaba a sólo unas horas de cambiar, quién sabe hasta cuándo, de forma tan abrupta como inesperada.
Toni Pérez barruntaba ya, porque contaba con los datos que se lo indicaban, que la que para muchos era una vía de agua sin importancia que apenas obligaría a un pequeño reajuste del rumbo de este transatlántico del turismo, era un problema de los gordos. Que el iceberg contra el que Benidorm había chocado no quedaría, como había sucedido en el pasado, en un bache reputacional del que sobreponerse con una buena campaña de posicionamiento en los mercados emisores.
“El verano está perdido en base a lo que el verano supone para Benidorm, evidentemente”, es la dura sentencia de Pérez, que no le pone paños calientes a la dramática situación que se avecina.