La situación tenía un punto de película de gánsteres de los años cincuenta, o así. Llegabas, tras un laberíntico recorrido (en el celuloide, de calles urbanas; aquí, pura huerta), aparcabas, si había hueco, y te dirigías a la entrada. Llamabas a una típica puerta árabe, de doble hoja, con ventanuco. Este se abría y te preguntaban, con cara de pocos amigos, que quién molestaba. Te reconocían o los convencías, sonreían y accedías a un curioso paraíso rural de terrazas ajardinadas, rincones por doquier, música tranquila de ambiente y mucho té.
Eran los comienzos de la Tetería Mora Carmen del Campillo, cerca del barranco de San Cayetano, que te publicitaban hasta desde el mismo Ayuntamiento. Y su ambiente de palacete en miniatura de ‘Las mil y una noches’, en decoración y oferta en el bebercio sin alcohol, acaba por atesorar un fondo de veracidad. El lugar no deja de ser, en realidad o en esencia heredada, una transformada alquería (casa de labor árabe-levantina, con fincas agrícolas adjuntas). Y patentiza de entrada el pasado muslime crevillentino.
Llegan los árabes
Desde el 711 hasta 1492, año clave de la llamada Reconquista y también comienzo de la expansión española hasta conformar aquel imperio donde se aseguraba que nunca se ponía el sol, la mitad sur de la Península rezó el Corán. Simplemente, se convirtió y, de paso, siguió comerciando sus productos, ahora para el nuevo mercado que se le abría. De aquí surgieron manufacturas autóctonas textiles, alfareras, alimenticias, y hubo intercambio de dátiles (los trajeron posiblemente los fenicios en el morral).
Implantaron los árabes una notable tecnología agrícola basada en el aprovechamiento de recursos, bien presente en todo el municipio: acequias, azarbes, partidores, norias, aljibes, molinos hidráulicos, aperos varios de labranza y cosecha, bancales… Véase, si no, lo que queda de la huerta crevillentina, o los restos de la Font Antiga (canalizada mediante Els Pontets), en La Tanca del Forat. En realidad, se inspiraban especialmente en la tecnología greco-romana clásica. Porque la civilización árabe fue también tecnológica y traductora: no despreciaba en absoluto el conocimiento anterior acumulado.
Implantaron una tecnología agrícola de aprovechamiento de recursos
Traductores y técnicos
Abundarán por la época los traductores, independientes o en grupo, que los historiadores agruparon desde el siglo XIV bajo el epígrafe, en la Península, de Escuela de Traductores de Toledo. Verterán a idiomas cultos (latín) o vulgares (castellano), con el romance español como lengua vehicular, textos clásicos o incluso árabes. De aquellas fuentes beberán el médico cordobés Abū al-WalīdʾMuhammad ibn Aḥmad ibn Muḥammad ibn Rušd, o sea Averroes (1126-1198), y presumiblemente el cirujano crevillentino Muhammad al-Shafra (sobre el 1270-1360).
Del galeno autóctono Muhammad Ibn Alí Ibn Faray al-Qirbiliäni, que tal era su nombre completo, y al que David Rubio dedicó un artículo en este medio (‘Cuando un crevillentino se convirtió en el mejor médico de Al-Ándalus’, agosto de 2020), cabe recordar que esta ciudad le dedica una plaza, entre edificios modernos, y un dicho famoso antaño en toda la provincia, en valenciano o castellano: “saps mes que El Safra” o “sabes más que El Safra” (posible derivación, ‘shafra’, de la palabra bisturí, ‘mashrat’).
El casco histórico conserva aún un intrincado trazado muslime
Dédalos muslimes
No dista mucho la plaza de Mohamed Al-Shafra del laberíntico casco antiguo, lo que fue, por cierto, castillo y alcazaba (la casba, casbah, kasbah o qasbah). La construcción en dédalo, de sombreadas calles estrechas más resistentes a los embates del viento, originaba un modo de vida volcado al interior de viviendas con patio, en busca del frescor, al tiempo que incrementaba la defensa de enemigos exteriores, si estos lograban atravesar la muralla. Para los urbanistas, tales callejeros permitían además una mayor densidad de población.
El casco histórico conserva aún ese trazado intrincado y en pendiente que permite adivinar un pasado que nos evocan algunos crevillentinos actuales (2.154 marroquíes y 103 argelinos en 2019, de un censo que registraba 28.952 almas antes de pandemia), distribuidos en cuanto a actividad comercial en torno a la carretera N-330, hoy céntrica concatenación de avenidas. La inmigración magrebí, en especial desde Marruecos, comenzaba a llegar gracias al pespunte de la industria textil, en especial la alfombrera, oficialmente desde 1920.
Los dulces son mayoritariamente de origen magrebí
Golosinas y miel
Y por entre las calles, el olor a tahona, con los hoy llamados hornos morunos. Las diferentes cocas nos remiten directamente al pan de pita o árabe (no a las baguetes actuales, de origen vienés, tras pasar por hornos franceses); y los dulces, no solo los hipercalóricos, endulzados con miel, de El Campillo, para acompañar algo tan marroquí como pueda serlo un té a las hierbas, son mayoritariamente de origen magrebí, como el pan de higo, los almendraos y las almojábanas o almojábenas.
Ahora, ¿nombre árabe? Según las referencias asociadas a al-Shafra, por los gentilicios que se le anotaron, se habla de Karbalyan, Qarbalyan, Qarbillan, Qaribliyan o, más cercana la actual Crevillent, Querbelien, pero no suenan agarenas las palabras. Otras fuentes hablan del romano Fundus Caruillianus (propiedad de Carvili). Quizá aquí estemos buceando por otros pretéritos crevillentinos: los íberos.