La mítica nos habla de romanos probando selectas uvas, horneando con recio trigo para producir con qué darle al moje del aceite producido por los olivos del lugar. Todo ello, en una fértil llanura al pie de esas montañas que los íberos dejaron para bajar a experimentar la vida a la vera de las humedades del río Segura. La realidad es que Rafal, falta de restos arqueológicos mediante, cuanto menos aquellos que puedan justificar mitos y leyendas, arrancará, como entidad poblacional, desde la alquería árabe denominada Rahal Al-Wazir (en realidad, un ‘rahal’, ‘raal’ o ‘rafal’ era una explotación agraria familiar más pequeña que una alquería; y lo de Wazir o ‘wazīr’ viene de visir: ministro, gobernador o asesor).
Las montañas desde las que posiblemente bajaron los primeros rafaleños no pertenecen a Rafal. Son las que conforman la sierra de Callosa, o sea, la mole caliza, 1.543,44 hectáreas, conocida como el Paraje Natural Municipal La Pilarica-Sierra de Callosa, con la propia Callosa de Segura encarada hacia este municipio.
El mito sí autentificado es el de Rafal rodeado de Orihuela. Aunque las referencias en las guías nos señalen que limita al norte con Callosa de Segura, al este con Almoradí y únicamente al sur y al oeste con el término oriolano, técnicamente Rafal, su área municipal, de tan solo 1,60 km², está inserta en tierras oriolanas, que también engloban, por ejemplo, a Benejúzar, Bigastro o Jacarilla.
La huerta holocena
Rafal se encuentra asentada sobre un llano gestado en pleno Holoceno, hace ahora poco más de 11.700 años. En aquel periodo posglacial comenzó a formarse esta llanura aluvial, puro terreno sedimentario de areniscas y arcillas. Lo ideal para crear la fértil huerta que, a pie de tierra, genera en zonas un frescor visual inusitado. Volveremos a ella, pero marchemos antes a esta pequeña ciudad de notorio sabor rural y 4.597 habitantes según censo de 2021, frente a los 3.201 del 2000 o incluso los 406 del 1900, de lo que fueron tan solo 21 casas habitadas tras la expulsión, en 1646, de los moriscos (musulmanes convertidos a la fuerza: la población autóctona).
La recolonización no se hizo esperar. Si los censos enfitéuticos (arrendamientos) comenzaron en el XVIII a repoblar campos de la Vega Baja del Segura, del Valle del Vinalopó y de la huerta de Alicante, Rafal fue una adelantada. El marquesado de Rafal, concedido por Felipe IV (1605-1665) el 14 de junio de 1636 al oriolano Jerónimo de Rocamora (1571-1639) por su participación en la Guerra de Flandes o de los Ochenta Años (23 de mayo de 1568 al 30 de enero de 1648), pronto se ocupó de convertir el lugar en una eficiente explotación agraria.
El templo nuclear
Todo se irradió desde la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, que no deja de tenerle cierto parecido a la de idéntica advocación en Fuengirola, Málaga (el campanario, de cuatro campanas, a nuestra derecha; el cuerpo central de la fachada y, a continuación, un lateral a nuestra izquierda de menor altura), y sembró muros y estructuras en 1639 (la malagueña, barroca, es de 1940). Se consagraba su primera fase un año después. Pero el terremoto de 1829 tumbó la torre campanario sobre el cuerpo central del templo, cobrándose una vida. La Marquesa de Rafal, María del Pilar Melo de Portugal y Heredia (1776-1835, ejerció entre 1831 y 1835), se embarcó en su reconstrucción.
Entre 1925 y 1927 tendremos la iglesia más o menos como la conocemos ahora, campanario incluido, aunque habrá que esperar a 1948 para el reloj y las tres campanas que faltaban, y al 7 de octubre de 1956 para que se corone a la patrona de Rafal. En su interior, tres cuadros encargados por los marqueses de Rafal en 1775 a la Escuela de Ribera, pintores de cámara de Carlos III: ‘El Purgatorio’, ‘Virgen de la Leche’ y ‘El Martirio de Santa Águeda’. Hoy el templo saluda desde la plaza de Ramón y Cajal, subrayado su flanco sin campanario por la CV-912, que tantos quebraderos de cabeza suele dar con las inundaciones, llamada allí calle del Marqués de Rafal.
Pinceladas heterogéneas
El edificio religioso es el epicentro de unas fiestas patronales, el 7 de octubre, que alegran desde junio. Los intríngulis urbanos más clásicos, lógicamente los más cercanos a la iglesia, no dejan de poseer un matiz heterogéneo, producto quizá de los sucesivos repoblamientos, sobre todo aragoneses y castellanos. La población, con edificios máximo tres pisos, ha ido abriéndose a la huerta, sin pisarla demasiado, y aportando novedades como la plaza de España, también bordeada por la CV-912, con templete, fuente, Ayuntamiento y Auditorio.
Desde allí se desarrolla, entre otras, una activa política educativa, en una población que se ha volcado en realidades como el colegio público Trinitario Seva Valero, en honor al músico y director orquestal rafaleño (1905-1936), quien también trabajó en el Sindicato Agrícola Católico. Hay más: el animado mercadillo, tan multicultural como cualquiera, planta puestos todos los jueves con, ya en el ensanche urbano hacia la huerta, la calle Príncipe de Asturias como espinar principal (también extiende sus nutritivos brazos por Agustín Parres Villaescusa, El Molino o Félix Rodríguez de la Fuente). Además, en especial desde los años cincuenta, cuando empezó a generarse la infraestructura necesaria en el ámbito nacional, comenzó el auge en tierras rafaleñas de una industria conservera proyectada incluso más allá de las fronteras nacionales.
Una huerta que, complementada con la relativa cercanía del mar, ha generado una rica gastronomía de arroz ‘clarico’ (caldoso) o, al horno, con costra, y cocido de pato o con pelotas, gachamigas o guisado de bacalao, precedidos de ensaladas de lisones (cerraja menuda o tierna) o de cebollas, pimientos y berenjenas asadas. Huerta también como objetivo educativo, a la par que turístico. Bancales regados por una tupida red de acequias, con nombres ya enquistados en la historia: la Arellana, la San Bartolomé… Han ido alimentando, vigorizando, campos hoy con alcachofas, cítricos, melones, pimientos, tomates. Antaño se cultivó algodón, o cáñamo, y hasta hubo moreras entre el XVIII y el XIX, ligadas a una entonces pujante industria de la seda. En Rafal, la huerta es pura ánima.