Si lo analizamos, el cometa Halley no es para tanto: un núcleo en forma de cacahuete compuesto de hielo, polvo y roca de quince kilómetros de largo, ocho de ancho y otros ocho de alto, con una cabellera o coma, eso sí, de millones de kilómetros. Pero cada 75 años, aproximadamente, pasa por nuestro planeta, aviva las mentes y consigue que lo científico devenga estrellero, parapsicológico o directamente metafísico.
En 1682, el año en que el astrónomo, físico y matemático inglés Edmond Halley (1656-1742) calculó su ritmo de visitas, ganándose el que bautizaran al cuerpo celeste con su apellido, coincidió con una racha de tormentas y tornados en Estados Unidos, pero también con el arranque definitivo de una serie de movimientos políticos, filosóficos, intelectuales, que se replanteaban Europa y la ciencia. Entre ellos y con fuerza, los españoles Novatores, surgidos desde València, Sevilla y Zaragoza.
Cuantificando y teorizando
Crónicas y enciclopedias nos registran el siglo XVII como el de la revolución científica, cuando la cuantificación, la teorización rigurosa a partir de lo medible y medido, sustituye a la ‘filosofía natural’, la reflexión simplemente a partir de la observación inmediata. Esto, claro, simplificando mucho. Pero en aquel momento en que, por ejemplo, la química sustituye definitivamente a la alquimia, se preparaba el advenimiento del Siglo de las Luces.
Precisamente, esta preparatoria de la Ilustración puede decirse que arranca ya con la década de 1680, con las misivas y escritos en general del escritor y filósofo francés Pierre Bayle (1647-1706), quien, ante las histerias provocadas por el miedo ante el cometa, se burla de las supersticiones y señala, como solo confiable, el conocimiento siempre comprobado.
Fue este el siglo en que arrancó la revolución científica
Antes de las Luces
En este caldo de cultivo, pensadores como el médico reformista Juan de Cabriada y Borrás (1661-1743), de quien aún se debate si nació en la soriana Vildé o en València, o el grabador, microscopista y pintor valenciano Crisóstomo Martínez (1638-1694) iban a engrosar un movimiento que se basaba en la explicación natural, el rechazo ante inmovilismo y tradición o que no se trataba de hacer la revolución con las armas, sino a través de las mentes.
El caso es que estos pre-ilustrados no iban a ser bien recibidos. Para empezar se trataba de un movimiento surgido desde la periferia, desde ‘provincias’. Hay que tener en cuenta que Madrid, y en estos momentos nos encontramos ante un país muy centralista, representa el conocimiento ya establecido. “Los experimentos”, se ha dicho, “con gaseosa”. Bueno, a España la primera bebida con burbujas, el sifón, no llega hasta 1835, pero la idea está clara.
El movimiento se distanció inicialmente de la Universidad de València
Calificativo irónico
Sin duda animado por refranes del tipo “Más vale saber poco y saber callar, que saber mucho y ser un charlatán”, o “El que presume de sabio, muestra su ignorancia”, o sus equivalentes por la época, ilustres representantes de ese inmovilismo académico iban a reaccionar contra lo que predicaba este grupo de innovadores, pero no llamándoles así, sino de otra forma.
Así, al fraile madrileño, de Campo Real, Francisco Palanco o Polanco (1657-1720), adscrito a la orden religiosa de los Mínimos, fundada por el ermitaño italiano San Francisco de Paula (1416-1507), historiadores y cronicones le adjudican el término, entonces despectivo, de ‘novatores’ (sí: innovadores). Pero la vida es como es y finalmente lo que se lanzó para insultar irónicamente, acabó por ser clasificación a llevar con orgullo.
Fundaron en 1685 la célebre academia del ‘carrer del Bisbe’
Poca influencia
Ahora es cuando habría que decir aquello del triunfo de la razón y tal, pero si en Francia la Ilustración, desde mediados del XVIII hasta comienzos del XIX, iba a cambiar para siempre nuestra percepción de la vida y el mundo, los Novatores, desde los últimos años del XVII a los primeros del XVIII, no iban a tener una verdadera influencia hasta mucho después.
El movimiento ‘novator’ se había distanciado aquí inicialmente del ámbito de la Universidad de València, por entonces denominada ‘Estudi General’ y recordemos que fue fundada en 1499. Las facultades de medicina iban a resultar primordiales para la difusión de esta corriente, pero en València la cátedra, desde 1663, de Matías o Mathias García (1640-1691) resultó en especial impermeable ante cualquier tipo de innovación.
Difusión del legado
A la muerte de García, los Novatores se reintrodujeron en la facultad, aunque para entonces el movimiento ya había fundado diversas tertulias y academias, muchas literarias, para transmitir sus ideas. La más reseñada de las segundas fue la del ‘carrer del Bisbe’ (calle del obispo), de 1685, auspiciada por el conde de Alcudia. Entre otras materias: arquitectura militar, filosofía natural y meteoros.
Entre sus componentes: el arqueólogo y humanista de origen castellonense Manuel Martí (1663-1737), deán de Alicante; o el arquitecto y matemático valenciano Tomás Vicente Tosca (1651-1723); o el también valenciano Baltasar Íñigo (1656-1746), físico, matemático y sacerdote. Pero hubo que esperar a que el historiador y lingüista Gregorio Mayans (1699-1781), de Oliva, rescatara a Cabriada y demás Novatores, cuando la estela del Halley, únicamente visible aquí en 1682 el 15 de septiembre, ya era solo polvo y recuerdo.