El pasado a veces se vuelve piedra, o recio ladrillo, o duro sillarejo. Restos fortificados de paisajes pretéritos, sobre los que están levantados los actuales. Los castillos son, de entre estos vestigios, los más evidentes incluso cuando aparecen desterronados. El área metropolitana de la capitalina València sirvió, en muchos casos, en aquellos tiempos de “moros y cristianos”; pero a lo real, no festivo, de cabeza de puente para la toma del ‘cap i casal’.
Una especie de vodevil sangriento en el que hubo que recurrir a estructuras defensivas que luego, en otras épocas, adoptaron (los castillos veteranos que aún tocaba conservar o aquellos de nueva planta) una función exhibicionista, de poder, de poderío. Curiosamente, en el entramado que conforma esta zona, no abundan tanto este tipo de construcciones defensivas. Pero, como aseguran de las brujas, “haberlos haylos”.
Inspiración autóctona
Quizá lo primero, para saber qué debemos descubrir y contemplar, sea acotar qué entendemos por un castillo. Vamos a basarnos en la clasificación del investigador francés André Bazzana, quien distingue siete categorías de ellos: ciudadela sobre una población fortificada, castillo de itinerario (en puntos de paso obligado), cuartel (fortín de vigilancia), fortaleza asociada a un hábitat rural permanente, refugio temporal, torre de alquería y torre vigía o atalaya.
Nos olvidaremos por ahora, cuestiones de espacio, de aquellos a los que el tiempo borró, y de las atalayas, más abundantes, y seleccionaremos un pequeño puñado, de los pocos que hay (muchos municipios son posteriores a la era de los castillos). Lo suyo sería conducir en círculos concéntricos, pero si hay ganas y tiempo para pasear, quizá lo divertido sea guiarse por la clasificación de Bazzana, y comenzar con la ciudadela.
Por aquí no abunda este tipo de construcciones defensivas
La huella del Cid
Qué mejor para ello que el castillo de Enesa, de la Patá o de Cebolla, sobre una de las colinas, la más alta, de El Puig (el cerro). Por aquí incluso campó Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador (1048-1099), soldado de fortuna con su propio ejército, encumbrado por la historia y las circunstancias, que, para vengar la ejecución, el 28 de octubre de 1092, de un protegido suyo, Al-Cádir, rey de Balansiya desde 1085, conquistó el lugar.
La fortificación árabe, levantada con piedra y madera saqueada en el futuro ‘cap i casal’, fue tomada por el burgalés y reconstruida para utilizarla con vistas a ocupar València, en 1094. Pero hoy no queda mucho. El entorno es paseable y hasta cuidado, lo que permite recrearse en los testigos aún más o menos en pie, como la torre del homenaje, algún lienzo de muralla y algunas construcciones.
Concretamente el de Burjassot fue fortaleza asociada a un hábitat rural permanente
‘Châteaus’ de aquí
Aunque parezca curioso, aquí se nos acaban las ciudadelas; bien es cierto que en una zona, el área metropolitana, predominantemente plana, sin mucha arista, aunque existen vestigios de que, al menos, hubo cuarteles de obra, fortines. Todos ellos usados como cabezas de puente. Ahora nos derivamos a las obras destinadas a mostrar el poderío. Básicamente, estamos hablando de castillos-palacio.
¿Y cómo calificaría André Bazzana un castillo-palacio? Pese a que abundan en Francia, como ‘châteaus’, no los tiene realmente tipificados. Incluyámoslos nosotros en una de sus categorías, la de refugio temporal. Básicamente son eso, palacetes, antes que castillos. No obstante, marchemos a Burjassot para desdecirnos de lo dicho. Aquí sí que pudo haber como mínimo algo parecido a una ciudadela, o una fortaleza asociada a un hábitat rural permanente. Pero mudó.
En 1912 el burjasotense se convertía en patronato para jóvenes
Sucesivas compras
Lo que vemos hoy, muy transformado, en modernización constante (actualmente, es la residencia de estudiantes, colegio mayor, San Juan de Ribera), fue alquería muslime, para pasar luego por muchísimas manos. Las primeras restauraciones salieron del bolsillo del jurado Domènec Mascó (se sabe que nació en el XIV y que murió, posiblemente, en 1427). Aquí arrancaron los Furs (fueros, las leyes) del Regne o Reino de València.
La compra famosa, la mediática, vista desde hoy, se daba en 1600, a cargo del futuro santo Juan de Ribera o Rivera (1532-1611), quien fuera patriarca latino de Antioquía entre 1568 y 1581, además de arzobispo de València desde 1569 hasta su fallecimiento. En 1894 lo adquiría Carolina Álvarez Ruiz (1821-1913), quien funda en 1912 un patronato de Beneficencia e Institución para jóvenes.
Monumento Nacional
El castillo-palacio de Alaquàs enlazaba el castillo medieval con las posteriores mansiones señoriales. Interna y externamente, esa era su función; deslumbrantes e imponentes de puertas afuera, lujosos y cómodos internamente. A lo largo del siglo XVI, como en uno de esos juegos de construcción, como el desaparecido Exín Castillos, se creaba y se iba montando el edificio, que llegó a usarse como almacén de cosechas y hasta fábrica textil.
Como ya se contó desde estas páginas, el comerciante maderero y político valenciano, Vicente Gil Roca (1862-1929), la adquiría y, viendo el estado en que se encontraba, decidió vender sus artesonados y cuanto hubiera de valor para, a continuación, derribarlo. Se evitó cuando, gracias a un fuerte movimiento popular, era declarado en 1918 Monumento Artístico Nacional. Que no es plan el quedarnos sin castillos.