En ocasiones, determinados productos, especialmente los alimenticios, parecen ir unidos a una determinada familia, a una saga. Es lo que pasa con los donuts, algo que ya ha trascendido de simple marca para volverse nombre genérico, como el fixo o el ‘posit’ (las tiritas de papel autopegables), versión sesentera de los Costafreda de la receta del ‘dognut’ estadounidense (que cronistas hay que también le aplican origen español). Su fórmula se impuso universalmente.
Pues algo así ocurre con un producto creado, desarrollado y posteriormente versionado desde aquí, desde tierras santapoleras, con los marianitos, adaptación autóctona de las rosquillas de vino. Nació en el obrador, aún activo, de la familia Pastor, surgido en 1906, y a estas alturas ha trascendido tanto la marca (por los Marianos que atendieron desde el aún activo establecimiento) que hasta el Ayuntamiento los presenta como enseña gastronómica.
Rodeados de cloruro sódico
Los entendidos, aquellos que van más allá de lo que hacemos los demás, disfrutarlos mientras los comemos, aseguran que, como el donut, los marianitos tienen un punto salado. Pero es que el postre, o ‘picaeta’ dulce, se ha generalizado, extendido más allá de nuestras fronteras, y no solo las locales, provinciales o regionales, y, como con los donuts, quien toca el producto lo que quiere es personalizarlo.
No obstante, lo del punto salado, al menos en varias de las versiones de las veteranas rosquillas, no deja de entroncar con un municipio totalmente abierto al mar y rodeado de saladares, como el parque natural de las Salinas de Santa Pola, dedicado precisamente a la extracción, refinamiento y comercialización del cloruro sódico. El mar se transmuta en variado aperitivo y por supuesto contundente plato principal en las mesas santapoleras.
Como los donuts, quien toca los manolitos quieren personalizarlos
Algo más que quisquillas
Pero, claro, que lo de las salazones, las gambas y las quisquillas, las frituras de pescado, los arroces varios (a banda, con gatet, con lechola, y costra…) o los gazpachos y las empanadas de mero, sin olvidarnos, por ejemplo, de las cocas de sardinas, alimentan bien, pero qué tenemos de postre. Como siempre, la situación geográfica sigue mandando, por la disponibilidad de la materia prima.
Aludimos tanto a la que pueda encontrarse por estas tierras como a la cantidad de medios de transporte. Dado el carácter insular de Santa Pola (lo fue antaño, de hecho como uno de los portones al mítico pero real Sinus Ilicitanus o Golfo de Elche) como por los escasos enlaces con el resto de la provincia, como ya vimos en ‘Las hijas de la Vía Augusta’ (marzo de 2022).
Los franceses extendieron los panes dulces a partir del siglo XV
Gastronomía sincretista
Hay que tener en cuenta que las recetas de los postres, para las que Santa Pola no ha dejado de resultar tan sincretista (amalgama y asume como propias influencias exteriores, dándoles una pátina particular) como la gastronomía alicantina en general, peinan ya muchas canas, incluso en un producto tan ‘joven’ como los marianitos, ya vemos que sembrado en el pórtico del pasado siglo.
El caso es que el municipio conecta al oeste con Elche, la capital del Vinalopó Bajo, comarca a la que pertenece; al norte con Alicante, capital provincial pero también del contiguo territorio de l’Alacantí, el Campo de Alicante; y al sur, aunque menos, con Guardamar, donde desemboca el río Segura, ánima de la Vega Baja. Tres puntos cardinales desde los que recibir influencias (al este, claro, el mar).
Quizá son herederos de aquel toma y daca que vino en el morral romano
Franceses y árabes
Desglosemos, pues. ¿De dónde, por ejemplo, nuestras fogasetas, que a lo largo y ancho de la Comunitat Valenciana conocemos como toñas, panquemaos o pans socarrats? Básicamente son brioches, panes dulces, como los que elaboraron y extendieron los franceses a partir del siglo XV, y que en la versión que conocemos se propagaron gustosamente por esta parte del Levante, justo cuando terminaba el dominio árabe.
Estos habían traído el concepto de ‘munna’ o ‘mouna’, dulces a base de harina, endulzados generalmente con miel, y aquí nos cabe hasta la coca boba que se elabora en nuestras tahonas, que se vende en las pastelerías. Luego, a aquellos dulces les añadieron, en Andalucía, manteca de cerdo y ya teníamos los mantecados, que viajaron a Murcia y, tras pasar la frontera vegabajense, también nos aterrizaron por aquí.
De origen romano
Hay tradición heladera en Santa Pola. Y recordemos que ya se exportaba hielo (conservado previamente en los ‘pous de la neu’ o pozos de nieve) desde los puertos alicantinos en el siglo XVIII. Algo en lo que pensar mientras degustamos un granizado de café con mantecado helado, nuestro blanco y negro. Y recordemos que allá cuando los romanos, esto fue el Portus, puerto, Ilicitanus.
Y justo desde esta ensenada es, como podemos comprobar en nuestro pasado museabilizado, de donde salía la elaboración propia de la salsa ‘garum’ o garo, la Worcester o Perrins de la época, para consumirse en las mesas del Imperio. Hogares donde se elaboraban, por cierto, unos peculiares postres: las rosquillas de vino. Más que posiblemente nuestros manolitos son herederos de aquel toma y daca que vino en el morral de la cultura romana.