Aquellos conocidos, baleares, tenían la pulla paisajística siempre a mano: “Pues Mallorca está tan arrugada como Alicante, pero Mallorca es más peluda”. Se referían con las ‘pelundancias’ (la palabra es de ellos), claro, al hecho de que por allí hay más bosque. Pero en cuanto a lo de que ambas sean tierras montañosas, sus arrugas provienen de las nuestras, que a su vez… En fin, veámoslo.
Al cabo, por la provincia alicantina desemboca el sistema montañoso Bético, el que nos une, por cierto, con las tierras gaditanas, gracias principalmente a la cordillera Prebética, que va desde el mismo estrecho de Gibraltar hasta el cabo de la Nao, en Xàbia. Y de aquí, bajo el mar, hasta acordeonarse en la mallorquina sierra o Serra de Tramontana (Tramuntana).
Muros de calizas y margas
Lo del sistema Bético explica mucho de nuestra orografía, unida por las alturas, al norte, con el Ibérico, nacido en la burgalesa La Bureba, creando una especie de cordón montañoso que va a asomar directamente al mar: las tres cordilleras Béticas, la Prebética, la Subbética (desde el Gibraltar hasta Jaén) y la Penibética (de la gaditana Conil de la Frontera hasta la almeriense Mojácar).
Estos muros de calizas, margas y arcillas, entre otros muchos materiales, se alzaron a lo largo de diversas épocas. Pero refugiándonos en el necesario reduccionismo de un artículo periodístico divulgativo, saquemos la media: entre unos veintitrés millones y cinco millones de años, el Mesozoico. Una época en la que, aunque no se produjeron, nos aseguran, grandes acontecimientos orogénicos, el súper continente Pangea comenzaba a atomizarse en la formación continental actual.
Hace unos veintitrés millones de años empezó a formarse el sistema
La rotura del estrecho
El mar Mediterráneo ya estaba preparado para jugar un papel importante en esta historia. Hace unos 5,33 millones de años, ese movimiento continental sobre placas tectónicas, y que confronta, aún hoy, las placas continentales euroasiática y africana, se transformó en un desterronamiento de la lengua de roca que quizá unió el Rif (formada hace entre treinta y siete millones y veinticuatro millones de años) con las ya evidentes serranías béticas.
Definitivamente, España y Marruecos se separaron físicamente, creándose el estrecho de Gibraltar: millones de toneladas de agua salada se precipitaron durante un año en las tierras y lago que actualmente acogen a la cuenca mediterránea. El asunto incluso se desbordó por la zona continental, generando unas costas algo más interiores que las actuales. El ‘choque’ orográfico entre lo prebético y lo ibérico había creado ‘arrugas’ cuyas faldas lamía el nuevo mar.
A veces se daban singularidades como el atolón de la sierra de Santa Pola
Hora del Sinus
En el actual Levante, así, contábamos con un Mare Nostrum más cercano al montañoso telón de fondo. Las aguas fueron retirándose, dejando a los picos prebéticos más orientales convertidos en las islas Baleares, mientras que las faldas de las serranías comenzaban a enseñar tierra por entre inmensos golfos o ensenadas, como el mítico, pero real, Sinus Ilicitanus o golfo de Elche, que comenzaría a formarse entre el 4000 y el 3000 a. C.
Había otras islas interiores que aún despuntan: pequeñas elevaciones del terreno que hoy conocemos como cabezos, montes pequeños y aislados en los que en ocasiones se iban a construir incluso poblados. A veces se daban singularidades, como la sierra de Santa Pola, antaño isla o península, según época, que servía de portón norte al Sinus. Su origen es madrepórico, o sea, un atolón, de coral (como todos los atolones).
El paisaje elevado se iba a distribuir en dos grandes arcos
Arcos montaraces
Volviendo a nuestras rocosidades béticas, el paisaje montaraz alicantino (o que con el tiempo iba a conformar la provincia alicantina) iba a ir fraguándose con sus peculiaridades. De manera muy breve y resumida, este había ido distribuyéndose en dos grandes arcos. Uno compartido con la contigua València, que incluye las sierras alicantinas de Onil y Mariola, de Segària y el Montgó, la alicantino-valenciana de Benicadell y la valenciana de Monte Safor.
El segundo arco ya sería totalmente autóctono, incluyendo las sierras de L’Arguenya, Peñarroja, Menejador, Carrasqueta, Aitana, Xorta y Bernia, más el peñón de Ifach. Aparte de tres elevaciones prebéticas: el Maigmó, la sierra del Cid (o ‘serra del Sit’) y el Cabeçó d’Or. Con ello ya teníamos el paisaje totalmente arrugado. Y pese a lo que señalaban mis amistades baleares, en algunos puntos bien ‘peludos’, con bosque mediterráneo.
Vientos entre montes
Para cuando llegaron los romanos a la Península Ibérica, hacia el siglo III a.C., las fabulosas bahías comenzaban ya a retirarse, dejando en su lugar acuosos testigos, como el parque natural de El Hondo o Fondo. Su deglución definitiva duró prácticamente hasta el siglo XIX. Cabezos y otros accidentes orográficos quedaban totalmente al aire libre en unas tierras feraces pero secas.
La ironía venía de su propia constitución orográfica. Vientos como el seco Leveche o ‘llebeig’, cargando desde el suroeste. O el de Poniente, que se filtra, desde el oeste, por entre las encías de los dientes de la cordillera Prebética y nos llega recalentado por los campos de la gran meseta española. Eso sí, un sistema de ríos (como el Segura), algunos nacidos en montaña (tal que el Vinalopó), atemperan el asunto. Bajo vigilantes miradas béticas.