El fluir del agua canalizada
En estos tiempos de ‘recibos de la luz’ acechantes, viajemos entre bancales, acequias y azarbes y reparemos en la importancia que tuvieron y aún tienen las cooperativas eléctricas para los desarrollos locales. Así, el nacimiento en 1927 de la Cooperativa Eléctrica Benéfica Catralense, entre las calles Canal de Riego y San Emigdio. Como las demás, la de Catral destina una parte importante de lo recaudado a difundir cooperativismo y “promoción cultural, profesional y social”.
A efectos viajeros, anotemos su edificio de una planta, con fachada color ocre y torre-transformador de obra, y enfrente un Aula Educativa (‘obra social’) con museo. Está a la espalda de la iglesia entre barroca y neoclásica de los Santos Juanes, ultimada en 1802 y proyectada, a partir de un edificio levantado sobre el ánima de una mezquita, por el arquitecto crevillentino Miguel Francia (principios del XVIII-1790). Lo dotó de singular cúpula ovalada, peculiar orientación hacia el norte, en vez de lo habitual, el este, y torre-campanario de planta cuadrada. Irradia las muy participativas fiestas Patronales a San Juan Bautista, con, entre otros atractivos, Desfile Multicolor.
Podemos alcanzarla por la calle peatonal acotada por la Policía Local y la Agència de Mediació Per a la Integració i la Convivència Social Amics de Catral (Mediación Para la Integración y la Convivencia Social Amigos de Catral; pese al nombre, un municipio fundamentalmente castellanohablante, además del uso del inglés, con un 24,81% de empadronados extranjeros en 2021, de los que 845 nacieron en la isla de William Shakespeare y Emma Watson).
En el ‘ala’ sin sombraje de la plaza de España, el templo; enfrente, el Centro Parroquial de los Santos Juanes; a un flanco, el Ayuntamiento, de nueva factura; salpimentando ambas áreas de la plaza, lugares donde tomarse aperitivo o directamente saciar el hambre. Energía física y espiritual, gestión municipal, cultura y productos de la huerta, ¿quién da más?
Fiestas y ‘lisones’
Catral fue y es municipio eminentemente agrícola, aunque el turismo se haya convertido, también, en importante motor económico. Abarca poco más de 20 km² cuyas feraces huertas, regadas por el Segura, la transformaron en una de las despensas europeas. Añade fiestas como la romería del 5 de febrero en Santa Águeda: zoco, chucherías (las ‘bolicas de Santa Águeda’), Interés Turístico Provincial desde 2013 y mucha antigüedad. Los legajos las fechan, a ermita y celebración, en 1684, pero investigaciones actuales podrían llevarnos quizá hasta algo después de 1255, cuando la Orden de Santiago introduce la devoción.
Seduce también una rica gastronomía huertana, de cocido con pelotas, arroz y conejo o con habas, alcachofas y boquerones. Y monas de calabaza. O para empezar, una buena ensalada de ‘lisones’. Los diferentes nombres que le dan en la provincia a la cerraja menuda o tierna (también ‘lizones’, ‘linsones’, ‘linzones’, ‘llinsons’, ‘allinsons’) evidencian su éxito culinario. La receta catralense riega las hojas con una ‘picá’ de aceite, ajo y tomate rallado. Sal a gusto.
Naturaleza entre cañaverales
En 2021, el censo anotaba 8.880 habitantes. Buena parte de ellos se concentran en el casco urbano y en la calle-pedanía de Santa Águeda, un flagelo de la ciudad que acompaña a la acequia Mayor como introducción a la huerta, al tiempo que gotea racimos de chalés de mucho sol y piscina. Un poco más allá de la ermita, el camino nos lleva, entre casas auténticamente rurales y bancales, flanqueados por algunos árboles, palmeras y reveladores cañaverales, a la parte alícuota del Parque Natural El Hondo, compartido principalmente con Elche y Crevillent.
Un Aula de la Naturaleza con su correspondiente espacio museístico y dos torres de observación, construido el minicomplejo en 2010 sobre lo que fue vertedero, asoman ahora a propios y visitantes a un espacio protegido de 2.387 hectáreas resto del Sinus Ilicitanus o Golfo de Elche, que hace unos dos mil años tuvo a la mismísima Catral bajo las aguas.
De aquel pasado, este presente: una llanura que las sucesivas crecidas del río Segura (Catral, como ‘puerta de la Vega Baja’) la llenaron de nutritivos aluviones, removidos por suaves y húmedos vientos de levante o solano y el cálido y seco cartagenero, soplando sobre la feraz huerta y la pujante hostelería, una variada industria (alimentación, con envasado de productos agrícolas, construcción, muebles, peletería, textil o productos químicos) y una ganadería, entre otras cosas para embutidos, algo menos generosa que antaño.
Una huerta con historia
Incluso al turismo lo impregna el agro. Se cultivan sobre todo alcachofas (casi imagen icónica catraleña o catralense), cítricos y otros frutales, cereales, forrajes (alfalfa), hortalizas y olivos. Hubo, y algo queda, algodón, maíz o higueras y vides, en lo que fue asentamiento íbero (Kal turl la, ‘la doble cumbre’, por los cercanos cabezos o cerros de Albatera), aldea romana (Castrum Altum, ‘villa fortificada’) y población agarena (Al-Qatrullät) que acabará poblada por castellanos en 1263. Los sarracenos se rebelaron para rescatarla al año siguiente. Fue reconquistada: en 1296 pasa al Reino de Valencia y en 1358 se pelea con Castilla: el enemigo le tala la arboleda. En 1741 obtiene el título de villa.
La huerta de Catral, en fin, constituye un inmenso dibujo anatómico, con venas, arterias y capilares transformados en canales por donde entra el agua o se canaliza y reaprovecha el sobrante. La acequia de Callosa o los azarbes de Abanilla o Favanella, de Cebada, de Flora, de La Palmera, de las Viñas, de Moncada, de Partición, de Susana, conforman un ramillete de nombres que suenan desde la vega. Buena parte, por cierto, aún en activo. Los de Hornos y de las Viñas, ya puestos, son destacados por el consistorio, junto al camino Viejo de Almoradí, el del Arrendador y el de lo Vera, más la arroba (viene de la unidad de medida, 11,502 kilos: una arrúb‘ o @) del Palomar y la de Hornos, como parte de la ruta de la Huerta, didáctico senderismo (6,3 km en total) entre vegetales y agua canalizada, especie de museo en pleno latir que ocupa unos noventa minutos a pie o una media hora en bicicleta. Con el gusto de saberse en medio de donde aprovisionan los retoños de Bruselas. Mientras, alrededor fluye y arrulla el agua canalizada.