Que toca mercado, en la calle Carlos Soler, 2, en el Mercado Municipal de Mutxamel El Salvador, en las dependencias del antiguo Grupo Escolar El Salvador. O acudir al mercadillo callejero de ocho de la mañana a dos de la tarde, que hoy es miércoles. Y hay que comprar esos productos que, por supuesto, están aquí desde siempre, desde que sembraron, ¿o no? Pues no.
Hoy, globalizados nuestros presentes y quizá nuestros destinos, asumimos como inmediato lo que sucede a nuestro alrededor, pero no todo estuvo siempre aquí, salvo lo endémico, propio. Si hubiera que conservar hoy, como desde algunos sectores se pretende, todo en su origen, además de cargarnos diversidad y adaptación, tendríamos que hacer ingentes viajes para alimentarnos, incluso de los frutos silvestres del campo. Veamos algunos.
Malvaviscos e hibiscos
Bien, antes de que las urbanizaciones deglutieran casi todo, en el campo, a mano, la chavalería sobre todo sabía qué escoger. Quizá hacerse con una de esas plantas que sacaban como unos estuchitos llenos, a modo de gajos de mandarina, de unos ‘panecitos’ comestibles. Eran malvas, del mismo género que el malvavisco (el original, no la gominola que los mayores comemos tal cual y la juventud socarra en los fuegos de campamento).
Malváceas, como familia, son también los hibiscos y hasta la planta del algodón. Nativas sobre todo de Asia, los romanos (por estas tierras, del 218 a.C. al 472) ayudaron a la naturaleza para su expansión. Pero también tocaba comerse unos piñones, esas semillas blanquecinas que se sacaban de las piñas (conos o estróbilos femeninos) caídas al suelo. Proceden del pino piñonero (‘Pinus pinea’).
Las acelgas, ‘bledes’ o ‘bleas’, son nativas mediterráneas
Piñas y ‘llinsons’
Este árbol, por cierto, es muy de aquí, propio en realidad de toda la cuenca mediterránea, aunque con el tiempo se ha extendido también, por ejemplo, a Portugal. Pero más cosas habitaban sembrados o barbechos. Unas buenas acelgas, ‘bledes’ o, en versión lingüística mixta, ‘bleas’. Son la variante ‘cicla’ de la especie ‘Beta vulgaris’, a la que también pertenecen las remolachas, incluida la azucarera. También son nativas mediterráneas.
Como los ‘llinsons’, ‘allinsons’, ‘lletsons’ (por la ‘llet’, leche, el látex blanco que destina), linsones o lizones, entre mil nombres (o sea, la cerraja menuda, ‘Sonchus oleraceus’), casi endémica de estas orillas marinas. Estas, junto a las acelgas, ya eran algo común en las puertas mutxameleras, pero no suponían, además de los tomates, los únicos frutos de la huerta que podían adquirirse quizá en los antevestíbulos de las viviendas.
Los romanos trajeron las lechugas, que cultivaban los egipcios
A la rica verdura
Lo del chiste del monologuista. Lees la revista de tendencias y descubres que… oye, qué buenas las lechugas (‘Lactuca sativa’), como la lechuga romana, la típica nuestra, que también llamamos costina, oreja de burro u orejona, ¿pero qué tal aquellas recolectadas a los pies del Tíbet un sábado por la mañana? Total, que coges un taxi y le sueltas: “al Tíbet ahora mismito, que el domingo tengo invitados”.
Y encima hasta pueden tener razón: en 2017, antes de la pandemia, un estudio reseñaba que el 56 por cien de estas asteráceas (varias flores agrupadas que acaban comportándose como una sola flor), o compuestas, procedía de huertas chinas. Aunque en realidad los estudios señalan a los antiguos egipcios como sus primeros cultivadores. Los romanos las introdujeron en la Península como ‘lactuca’, y de ahí como las llamamos.
La palabra tommutate viene de la mexicana ‘xictomatl’
Tomates y melones
El producto estrella de la huerta mutxamelera, el tomate, también ha ido exprimiendo su propia historia, cuyo origen nos lo da el etimológico de la propia palabra. La cosa viene del idioma náhuatl o mexicano: ‘xictomatl’, contracción de ‘xictli’ (ombligo), ‘tomohuac’ (gordura) y ‘atl’ (agua). Se introdujo en la Península a principios del XVI (1540 en Sevilla, afinan algunos historiadores).
No arribaba solo: le acompañaban el boniato, moniato, batata o papa dulce (‘Ipomoea batatas’), el maíz (‘Zea mays’) o la patata o papa (‘Solanum tuberosum’). No hay una fecha exacta para el arraigo como comestible de estos frutos que antes fueron plantas de adorno, pero el arranque huertano en las orillas mediterráneas españolas, francesas e italianas no llegó hasta el siglo XIX.
De origen árabe
¿Y el aceite? Los olivos (‘Olea europaea’), nuestras populares oliveras, vinieron en morral fenicio. Este pueblo canaaneo (o cananeo, de Canaán, según la ‘Biblia’) arribó al cuero hispano hacia el 1100 a.C. para fundar la factoría de Gades (Cádiz). También traían palmeras datileras, alfabeto, acuñación de moneda, tornos alfareros. Estuvieron por estas tierras aproximadamente hasta el siglo VI a.C., y muchas de sus innovaciones fueron perfeccionadas por los árabes.
Estos llegaron en 711 y oficialmente se quedaron hasta 1492, con la reconquista de Granada. En realidad, lo que llegó sobre todo fue una cultura y una religión, el islam. Aunque en 1609 se expulsaba a los moriscos (musulmanes convertidos forzosamente al cristianismo, pese a que muchos de ellos continuaron practicando sus creencias a escondidas): la población era mayoritariamente la autóctona. No así sus inventos. La ‘almàssera’ o almácera (‘al-maʿṣara’, prensa), para sacarle el jugo a las olivas, fue cosa suya. Y aquí prendió.