Muchos miraron ayer al cielo en busca de una explicación a lo sucedido sólo unas horas antes, pero no encontraron allí nada. Por no encontrar, no encontraron ni rastro de las nubes grises, casi negras, que con tantísima fuerza habían descargado la tarde anterior sobre sus vidas, segando de cuajo las de 95 personas (conteo oficial) y destruyendo todo a su paso.
Mirar al cielo no ofrecía respuesta ni consuelo, pero bajar la vista a la tierra, a la calle, a la casa era todavía mucho peor. El marrón del barro lo dominaba todo. Lo que antes era gris asfalto era barro. Lo que era un río seco era barro. Lo que era una casa… bueno, lo que era una casa ahora es una pesadilla que anticipa lo que se viene para tantas familias.
Lo más ancianos, quizás, miraron hacia atrás en el tiempo. A aquellas riadas históricas del 57 o de principios de los 80 y que se han quedado prácticamente pequeñas en comparación con lo sucedido ahora.
Chiva, Utiel, Valencia, Riba-Roja, Alfafar, Turís… el listado de municipios afectadísimos por la tragedia es interminable como lo son las historias personales de cada una de las víctimas. Pero lo que no es interminable, porque alguien deberá de convertir todo esto en números, es el alcance de los daños personales y materiales que deja tras de sí el agua y que comenzará a evaluarse ya.
Y después de lo urgente, de los rescates, de las ayudas, de las valoraciones; vendrá el momento de hacer el otro balance, el que ya se intuye en el horizonte y el que debe de dar respuesta a las dos preguntas más importante de todas: ¿Cómo pudo ocurrir algo así sin que la población recibiera los avisos necesarios? Y, sobre todo, ¿cómo podemos evitar que vuelva a suceder?