¿Torrevieja? Allí verás agua y sal, dicen. Vale, y costa, gastronomía, paseos, sus gentes… Algo del tópico es cierto: piensas en sal al acercarte a deambular cuerpo, cerebro y sentidos. Y se la encuentra tan pronto arribas por carretera. Desde el norte provincial, a mano derecha aparecen las lagunas, separadas por una lengua de tierra que acoge en geométrico dédalo varias urbanizaciones: una cuasi pedanía con, en su septentrión, el novísimo Auditorio Conservatorio Internacional de Música (en el Alto de San Jaime), obra del valenciano José María Tomás Llavador; y en la parte meridional, el centro comercial Habaneras.
Pero el acento al paisaje sigue poniéndoselo las lagunas (interconectadas entre sí y unidas al Mediterráneo nutricio gracias a los canales de Salinas y Acequión), destinadas a la veterana manufactura salinera: hay extracción y tratamiento del cloruro sódico aquí desde el XIII, engarce de la Plena Edad Media con el Bajo Medievo. Y son desde 1996 Parque Natural.
La de la pedanía costera de La Mata o Torrelamata, donde comenzó la explotación (Torrevieja se construye en 1802), sirve de depósito calentador, mientras la de Torrevieja concentra las aguas madre para recolectar la sal (según la Escuela Politécnica Federal de Lausana, fuente de electricidad). La alquimia fructifica en cerca del millón de toneladas anuales (de aquí y Santa Pola salieron casi tantas para convertir Soria en plató del rodaje de ‘Doctor Zhivago’, 1965). No sólo marina: también de extracción minera, de las entrañas de Pinoso.
Caminarse el Parque Natural de La Mata y Torrevieja (a mano derecha, el Centro de Interpretación, al comienzo de Torrelamata) permite recorrerse 3.700 hectáreas de humedal del Bajo Segura (abarca Torrevieja, Guardamar, Los Montesinos y Rojales). Menudean el pino carrasco y el junco, alternando maquia (formación vegetal mediterránea de especies perennes, matorrales…) y carrizal (hábitat de especies inundables). En las orillas poco crece, dada la lógica alta salinidad de las aguas, pero hay una rica fauna volátil: alcaravanes, ánades, avocetas, flamencos, tarros blancos y hasta cigüeñas.
Callejeando en olor a sal
Dejamos ahora la naturaleza y nos sumergimos, a mano izquierda del río asfáltico, en la urbe. Su costa no deja de tener un punto común con la de su prima hermana salinera, Santa Pola: paseos junto al mar. Como los de la Libertad, el de Juan Aparicio o el de Vistalegre (con vistas a yates de recreo y museos flotantes, que Torrevieja también es tierra museística: el del Mar y de la Sal, de la Imprenta, de Belenes y de Semana Santa, de Historia Natural o Los Aljibes, en el humedal del Parque Jardín de las Naciones). Nos zambullimos así en una marisma humana paneuropea. Pero no es Benidorm: hay poca altura en Torrevieja y Torrelamata, incluso en aquellos edificios que, en plena epidemia constructiva, bañan tobillos en la costa. Ni los escarpes costeros sobresalen mucho en un municipio de 7 metros como altitud media.
La explicación: la tierra, a veces, se mueve bajo Torrevieja, pero nunca antes -y deseemos que nunca más- como el 21 de marzo de 1829 a las seis y cuarto de la tarde: arrasó un buen trozo de provincia. De ahí la relativa modernidad de una ciudad que, fachada marítima adentro, tiene más de villorrio con, salvo excepciones, viviendas de unas cinco alturas máximo, unas cuantas más conforme te acercas al mar, que de metrópoli, pese a sus 83.337 habitantes según censo de 2019.
La ciudad luchó y creció, pero poco monumento con solera muestra, como la remozada Torre de vigilancia del Moro (1320, bien de interés cultural desde 1985), arriba de cala del Moro, desde Torrevieja hacia La Mata. Así, la moderna plaza de la Constitución, con fuente, quiosco y columpios, acompaña al Ayuntamiento (el nuevo, poliédrico, y el viejo) y a una de las pocas edificaciones antañonas, la neoclásica iglesia arciprestal de la Inmaculada Concepción (1789, reconstruida en 1844), con fachada de ladrillo para honrar a la patrona, ofrendada del 1 al 8 de diciembre.
Paseo entre edificios
La modernidad constructiva impregna muchos edificios, como las redondeces del Palacio de la Música, en chaflán con la calle Unión Musical Torrevejense. O la parroquia del Sagrado Corazón (La Hermita): en 2007 decidieron rejuvenecerla y engrandecerla. El moderno exterior del Mercado Central, La Plasa, que abre a un paseo con farolas como juncos galácticos, saluda en uno de sus flancos a un eco remoto: el Casino, cuya fachada marina, en el paseo de Vistalegre, cumplimenta al personal bajo porche y con ofrecimiento culinario como tilde a la grave denominación de Sociedad Cultural Casino de Torrevieja. El edificio neoclásico nacía en 1896 principalmente de los trazos del alicantino José Guardiola Picó (1836-1909), responsable de parte de la monumentalidad en Alicante capital.
Eso sí, a veces incluso ha nevado a pie de playa, por ejemplo en 1914 y en 2018, pese a la primaveral temperatura. Esto no impide que al callejear puedan relajarse humores ante el arroz al caldero, pescados a la brasa, salazones o huevas rebozadas. La sal impregna el vivir torrevejense.
Cultura sódica
Porque la sal y el comercio en general (sardinas, hortalizas, legumbres, vino, cítricos…) marcan carácter y cultura: el Certamen Internacional (desde 1989) de Habaneras y Polifonía, a últimos de julio ahora, nace el 7 de agosto de 1955 (desde 1974, en el antiguo almacén y embarcadero salinero del puerto, 1777-1958, las Eras de la Sal). Con las tradicionales composiciones marineras arrullan las historias de ultramar.
Y si el tiempo acompaña, toca bañarse. La oferta de playas es extensa, y la de nombres curiosos: que las de La Mata o del Acequión se llamen así, vale. ¿Pero Los Locos, del Cura, Los Náufragos, cala La Cornuda, ¡cala de la Zorra!? Existe toda una mitología para cada denominación: una residencia psiquiátrica a principios del XX, el cadáver de un sacerdote ahogado, la cantidad de naufragios… y las pareidolias: como lo de ver figuras en las nubes, pero aquí aplicado a elementos orográficos. El caso es empaparse de agua y sal.