Allá en el monte petrerense, entre cárcavas por donde vuelan los cernícalos y hasta incursionan halcones peregrinos y águilas reales, mientras vamos de poza en poza, arrollo en arroyo y de un salto de agua a otro, es fácil olvidarse de supuestas rivalidades más bien usadas como gracejo popular y alimentadas por medios faltos de titulares. Qué importan fruslerías del tipo tú qué eres, ‘cagaldero’ o ‘rabúo’ (o ‘petrolanco’), mientras disfrutamos de la refrescante existencia de la rambla del Puça (pulga) o Pusa (del manantial de la Mina de Puça o de los Molinos). Cuando nos llenamos de olor a algarrobos, carrascos y pinos, o matorral generoso (aliaga, espliego, genista, lentisco, romero, salvia, tomillo), por donde corretean erizos, musarañas, conejos y liebres, ginetas, zorros y hasta, cuidado, una subespecie producto del cruce entre autóctonos jabalíes y cerdos vietnamitas.
También triscan los arruís, quizá escapados de polémicos vallados cinegéticos, por un impresionante parque natural que, aparte de la rambla, afluente del Vinalopó, incluye buena parte de la sierra del Maigmó (1.296 metros), que comparte con la vecina Castalla, cuna del Xorret (chorrito) de la sierra de Catí o del Fraile. O el inaudito arenal de l’Almorxó, duna interior posiblemente formada durante la Pequeña Edad del Hielo (XV-XVII), la cavidad del Ojo de Saurón (antes ‘cueva del chocho’), el parque de montaña de Rabosa o la caliza sierra del Cid (Serra del Sit, 1.103 metros), cuya ‘silla del Cid’, conquistable tras seguir la ruta PR-CV 36, marca profundamente el paisaje petrerense, a cuya sombra creció la ciudad.
Un castillo en la cumbre
En realidad, hasta que el progreso no comenzó a acercarlas y, finalmente, juntarlas en lo que físicamente es de hecho industriosa metrópoli, entre Petrer y Elda (se las intentó unir al trágala en 1969) no había lugar más que para rivalidades típicas entre poblaciones. El impulso (con fuerte chorro inmigratorio intra y transprovincial) llegará en el último cuarto del XIX, cuando Elda convierte el calzado en su principal producto manufacturero; Petrer apostará también por la marroquinería, especialmente por el bolso de mano, sin abandonar alfarería y telares.
De nombre oficial Petrer (por la Villa Petraria romana, de la que hoy conserva visitable horno alfarero del III, o la Bitril agarena) este municipio de 34.241 almas (sobre todo urbanas) según censo de 2020, distribuidas por 104,26 km², nos retrotrae hasta el neolítico, como atestiguan restos encontrados, entre otras partes en el Almorxó o en la zona de Catí-Foradá. Su arranque definitivo llegará bajo dominio musulmán.
Del XII es su imponente fortaleza, remodelada en época cristiana (el XIV), sobre la que crecerá, loma abajo, la urbe hasta darle el brazo a Elda en el barrio de la Frontera, por la avenida de Madrid, que fue acequia que marcó lindes, donde la ciudad clásica adopta abundantes pinceladas urbanitas. El castillo, ciudadela recuperada en 1982, ojea prácticamente todo el valle del Vinalopó, incluso más restos del agua sobre suelo petrerense, como, allá abajo, lo que resta del acueducto de la rambla de la Puça o de San Rafael, destinado desde el XV-XVI a llevar “agua buena” a Elda. Aparte, cumple con la regla historiográfica de que castillos musulmanes generan poblaciones valencianohablantes, y castellanohablantes las cristianas.
Estampas con solera
Ahora puede iniciarse este viaje en el tiempo gracias a la apuesta petrerense por el turismo sostenible. Un envite sustentado, pese a los vaivenes económicos del siglo, en una economía bastante saneada a la que añadir viñas, almendros y frutales, algo de ganadería y hasta, en secano, trigo y cebada si tercia. Esta huerta de sedimentos cuaternarios da para mucho. También para una rica gastronomía con influencias manchego-andaluzas (gachamiga, gazpacho con conejo, ‘giraboix’, además de mantecados, polvorones o buñuelos, bien regados con caldos petrerenses, algunos espumosos).
El casco antiguo, pleno Camino de Santiago y retrepado sobre el collado acentuado por la fortaleza, constituye un joyero especialmente mimado por la población. Las calles, estrechas y en pendiente, contienen visitas obligadas como las casas cueva en la muralla de la fortaleza, excavadas a fines del XIX por iniciativa (previo alquiler) de la iglesia de San Bartolomé (planta de cruz latina del XVIII-XIX, construida en 1779 sobre el antiguo templo). Las musealizadas (interior de una vivienda típica y espacio dedicado a los oficios tradicionales) forman parte del museo Dámaso Navarro (1946-1978, impulsor del Grupo Arqueológico Petrerense), cuyo cuerpo principal habita un caserón que fue dispensario y biblioteca.
Entre calles, parques y cines
La biblioteca está abajo, en la ‘manzana cultural’, donde la Casa de Cultura y el Teatro Cervantes. Cerca, la plaza de Baix (abajo, junto a San Bartolomé y el nuevo consistorio), ‘estación’ del recorrido cultural oficial, al igual que la remozada plaza de Dalt (arriba). Cabe hacérselo tras relajarse en alguno de los muchos parques urbanos petrerenses, como 9 de Octubre (con noria, acueducto y lago con géiser), El Campet y su techado, Cervantes o los jardines de Juan Carlos I (con el Centro Municipal Las Cerámicas o el Forn Cultural, pura arqueología industrial recuperada).
O de disfrutar de fiestas como los Moros y Cristianos en honor a San Bonifacio, en mayo, de jueves a lunes (posiblemente desde 1614), o las patronales a la Virgen del Remedio (que descansa en una hornacina de 1870), la segunda semana de octubre y punteadas por las carnavalescas y dominicales Carasses.
Cabe retreparse otra loma en zona clásica y, al visitar las ermitas del monte Calvario (antaño extramuros, fuera del Arco del Castillo, del XV, de acceso a la ciudad), la de 1634 a San Bonifacio Mártir y la de 1674 del Calvario, asomarse a lo que el político Castelar, por aquí paseante, denominó el ‘balcón de España’, hoy mirador El Cristo. Allá abajo, físicamente una gran urbe con (petrerenses) complejos comerciales y multicines. Manantiales de modernidad que añadir a los otros, a los muchos acuosos. Y el río Vinalopó. En suma, agua que, más que separar, definitivamente une.