En la zona sur de Alaska, en el interior de la bahía del golfo de dicho nombre, en una zona donde conviven pequeños archipiélagos de rocas, aguas gélidas, hielo y nieve, el pueblo de Whittier sobrevive a las bajas temperaturas todos los días del año. Pero no es esto lo que lo hace significativo. Si alguien llegase al municipio, lo primero que encontraría es un enorme edificio compuesto de tres módulos, cada uno de ellos de 14 plantas de alto, nada que no pudiera pasar desapercibido en cualquier área de extrarradio de las grandes ciudades. Pintado de color crema en su mayor parte, sin balcones, por supuesto, lo que hace especial esta construcción es la vida que envuelve, nunca mejor dicho: en Whittier decir este edificio es como decir este pueblo, o lo que es lo mismo, el pueblo donde todo el mundo vive en el mismo edificio.
Conocido como Begich Towers, el proyecto no tendría, en sí mismo, nada de especial si su edificación no impactara entre el paisaje completamente blanco que lo rodea, pero aun así podría parecer que su estudio interesaría solo al ámbito arquitectónico (pensando en las ideas de ciudades estructuradas desde la organización hacia adentro que ya tuvieran Frank Lloyd Wright o Le Corbusier a principio del siglo XX). Sin embargo, si la arquitectura es el canal para dar forma a la noción que las personas tienen del espacio, y eso comienza a complicarse, en Whittier esta idea la llevaron al límite hace décadas: si se va a vivir en los límites naturales de la geografía habrá que limitar al máximo la manera de hacerlo. ¿Cómo? No tiendo que salir para no morir de frío. Así conviven, literalmente, los 220 habitantes que lo conformaron en un principio.
Los orígenes de este peculiar pueblo se remontan a la II Guerra Mundial. Hasta 1943, en el lugar donde hoy se encuentra el pueblo (o el edificio) no había nada salvo naturaleza fría. Aquel año, el ejército de EEUU construyó Camp Sullivan, una base militar enlazada desde un puerto por vía férrea con Anchorage. La idea era que en su conexión sirvieran como punto de entrada para los miembros de las fuerzas armadas desplazados a Alaska.
Todo tipo de espacios en el interior
Con ese escenario, las Torres Begich fueron construidas en 1953, aunque sin nombre entonces, a orillas de la Bahía del Príncipe Guillermo (Prince William Sound) para alojar a las familias de los militares. Fue en 1972 cuando se las pasó a denominar como se conocen en la actualidad, en memoria de un congresista alaskeño fallecido en un accidente aéreo. Camp Sullivan estuvo activa como base hasta los años 60, cuando las instalaciones militares fueron transferidas a la Administración civil. Pero, pese a su cierre como zona militar, Whittier no echó la llave, allí se establecieron varias familias lugareñas, especialmente en invierno, conformándolo como municipio independiente o simplemente un refugio, pero claro, casi permanente: la temperatura media es de 0º centígrados y las mínimas pueden alcanzar en invierno los -20º centígrados.
Más bien, la historia pasó del cierre del edificio militar al renacimiento de uno nuevo, las Begich Towers, así que no es este último el único entre el paisaje de la localidad a los pies de las montañas. El Edificio Buckner del Ejército estadounidense sigue allí, conviviendo desde el abandono con la vida a escasos metros de él. En su día fue el más grande de Alaska (Begich Towers llegó a ser el segundo en la clasificación), es también parte del atractivo turístico. Derribarlo costaría millones, debido a que en su construcción se usaron cantidades industriales de amianto, lo que, por si fuera poco, lo hace inhabitable.
En la actualidad el pueblo tiene 214 habitantes, de los que unos 180 residen en el interior de las torres, también conocidas como BTI (si se trata de concretar, el nombre no iba a ser menos). Es decir, hasta el 75% de los habitantes comparten paredes. Si bien es cierto que unos pocos viven en un edificio de dos plantas adyacente, dentro del original está todo o casi todo lo que hace falta para el día a día: una comisaría y una oficina de correos en la primera planta, las oficinas del ayuntamiento en la segunda planta, escuela, centro de salud, parque o algo que se le parezca, tiendas, supermercados, una iglesia y hasta un restaurante.
Atravesar un túnel para ir a la escuela
Vale, la escuela es de las pocas instalaciones que se encuentran fuera del edificio, pero tampoco es que haya que recorrer mucho: está al otro lado de la calle, pero durante el invierno su acceso principal desde el exterior de la calle se cierra. De esta manera, tanto profesores como alumnos acuden cada día a clase atravesando un túnel subterráneo que se comunica con las Begich Towers. Asimismo, el patio de recreo de la escuela es interior, en una sala con suelo de arena para “naturalizarla”, columpios y casi todo lo que cualquiera espera de un patio de recreo, pero con ventanas que, a veces, ni siquiera pueden abrirse.
Pero eso no es todo. En los pisos 13 y 14 podemos encontrar el único hotel del pueblo, abierto todo el año. ¿Qué tienes ganas de un chapuzón y hacerlo fuera es un poco arriesgado? En otra planta se encuentra la piscina climatizada, y junto a ella la lavandería comunitaria. En definitiva, el lugar está diseñado para que cualquier punto del edificio pueda ser alcanzado desde cualquier otra parte del mismo, por lo que los residentes pueden hacer su vida íntegramente sin salir a la calle.
Las viviendas se encuentran ubicadas en las plantas superiores, y entre las mismas también está la del propio alcalde. Así que todo queda en entre rellanos. Lo que no sabemos es cómo se organizarán para las juntas de vecinos… Aunque todo lleva a pensar que eso no es problema para ellos, ya que si algo sostiene la idea de un pueblo así es la organización. Que buena parte del mismo exista dentro de un solo edificio no es tan elocuente, porque cuantas menos fachadas y cubiertas se amontonen, menos pérdida de calor, y el calor allí es un bien muy preciado. Además, cabe resaltar que para ello en las Begich Towers prima la sostenibilidad energética, a diferencia de su edificio vecino.
Un puente de un solo carril
Muchos de los habitantes trabajan, de hecho, para y por el propio pueblo, lo que quiere decir que tampoco requieren de desplazamientos continuos. El trabajo se divide entre el puerto, en el mantenimiento de las calles o en el mantenimiento del túnel de más de dos kilómetros por el que se accede atravesando las montañas que lo bordean. Tras el túnel, hay que cruzar un puente que, curiosamente, cuenta con un solo carril, por lo que la circulación en él va por turnos, y para asegurar esto son necesarios varios trabajadores. Por la noche, el túnel se cierra a partir de las 22:30 h y no se vuelve a abrir al tráfico hasta el amanecer.
También por su proximidad al mar, la industria pesquera tiene un valor importante, existiendo en la zona una fábrica de conservas donde no solo trabajan habitantes de Whittier, sino también muchas más personas que por temporadas amplían el vecindario. También el turismo, desde hace años, se ha convertido en un agente económico. Antes de la pandemia, la gente empezó a visitarlo ante la curiosidad de la vida “encerrada” que allí se llevaba a cabo, y aunque tal vez ahora esa forma de vida ya todos la conocemos, la curiosidad sigue siendo el prenombre de este lugar, porque mientras en otras partes del mundo se ha forzado la vuelta a las calles, en Whittier la vida sigue en el interior.