El mar. Omnipresente en la Vila Joiosa (alegre) o Villajoyosa en la Historia, pero también en lo vivencial. Lo observamos a pie de calle. En las poblaciones marineras levantinas suele darse una calle del Pal o de los Cabos, donde las gentes del lugar reparaban dichos cabos (cordones, cuerdas, de fibras vegetales, después artificiales). También son ‘pal’ los árboles de una embarcación: los maderos que sostienen las velas o, más propiamente, elementos como las horizontales botavaras, para ‘cazar’ la vela cangreja (trapezoidal, entre el mástil y la anterior). En la Vila hasta la propia iglesia fortificada nos habla de mar, de piratas en lontananza.
La costa nos acompaña, sempiterna, a mano derecha o, si se quiere, a estribor. Antes de llegar al municipio pesquero, surtido gracias a una rica fauna marina favorecida por una pesca controlada (también con piscifactorías: doradas, corvinas, lubinas, seriolas), un respetuoso submarinismo y múltiples acciones en defensa del medio ambiente, abundan desde El Campello distintas caletas playeras.
El trazado litoral
Entre 15 kilómetros de costa, también con acantilados, toca disfrutar de playas en su mayoría de cantos rodados: Garritxal, Xarco, Caleta, Asparalló, Bol o Bon Nou, Paradís (la primera gran playa, donde piedra y arena se dan la mano), Puntes del Moro, cala Mallaeta, playa de la Vila (que permite pesca de 22 a 8 horas), del Varadero, Estudiantes, Tío Roig, de Torres, cala Fonda (accesible por mar o practicando un poco de escalada) o el Racó (rincón) del Conill (para ‘anar en conill’, ‘ir en conejo’, nudista: señalizada y accesible).
La línea costera, de tonos áridos pero no muerta (nopales, romeros, palmitos, piteras o diferentes plantas espinosas esteparias se llevan aquí bien con algarrobos, almendros, olivos, palmeras u hortalizas varias), queda punteada por torres defensivas asomadas al Mediterráneo, conectadas con otras interiores, Internet antañón para prevenir ataques por ejemplo de piratas berberiscos. Así, los que en 1538 atacaron la ciudad, para caer ante la furia de los elementos, desatada, aseguran, por Santa Marta. Se conmemora desde hace 250 años, a últimos de julio, con los Moros y Cristianos, en el célebre Desembarco.
Colorines
La agricultura no es la fuente principal de ingresos de una ciudad turística, golosa y, desde el siglo XVI, marinera, con puerto pesquero y lonja, pujante industria astillera y hasta manufactura de redes (de cáñamo, de plástico). La pesca, según la mítica, generó las ‘casas de colores’ (añil, ocre, rojo): así se decoraban para que, al arribar los pescadores, distinguieran sus respectivas viviendas… aunque muchas no resultaban visibles desde el mar. Parece más probable la teoría de que, en realidad, los domicilios se pintaban con sobrantes de los barcos. Visitémoslas.
Desde la N-332, paralela a la autopista del Mediterráneo pero más cercana al litoral, una variante, la N-332a, nos lleva a la Vila tras pasar por la urbanizada partida Paraíso o Paradís. A estribor, allá arriba, una de las primeras torres, la Malladeta, custodia un yacimiento íbero.
La ciudad, colorida nave hacia el mar, abarca un área municipal cada vez conurbada con Finestrat y Benidorm, dispersándose sin renunciar a la modernidad pero conservando su propia idiosincrasia. La extensión meridional, cuya contemporaneidad arropa el clásico (1956) edificio de la guardia civil, nos lleva, tras cruzar el puente de cinco arcos de medio punto, directamente al meollo urbano.
También podemos bajarnos al parque que acompaña al río Amadorio en su desembocadura. De allí al casco antiguo, construido directamente sobre un cerro. Permanece lo que queda del castillo, gruesos muros y torres circulares que bordean parte de la calle Costereta de la Mar y la calle Pal. Al interior, tipismo de fachadas coloreadas en calles estrechas con maceteros, ropa secando en balcones y ventanas y ese sabor tan peculiar que recuerda a otras barriadas marineras, como la marsellesa Le Panier (por la zona, como aquí, también hay pintura mural).
Arriba, una maqueta metálica enseña el núcleo fundacional de lo que fue poblado íbero, posible colonia de griegos procedentes de Jonia (actual península turca de Anatolia), de ahí llamar ‘Jona’ a la Vila, y luego quizá la ‘Alonis’ (o ‘Allon’) romana. Quedan restos como la torre de Hércules o funeraria de San José, del siglo II, encaramada sobre la playa de Torres y custodiada por apartamentos en permanente construcción.
Una urbe y un pantano
Tras despoblarse la Vila en 1251, fue de nuevo habitada. En 1300 le concedían la Carta Puebla, en 1425 el título de Villa Real, y el de ciudad en 1911. El principal de los templos (además de las ermitas de la Virgen de la Salud, San Blas y San Antonio), la gótica iglesia parroquial de la Asunción, del XVI (reformada en el XVIII), encastrada entre casas, nos habla de pasados bélicos, con su aspecto de fortaleza.
Creció mucho la ciudad desde aquellos 370 vecinos de 1600 que fueron 9.510 en 1860. Según censo de 2022, ya 34.828. Han ido desarrollado una gozosa cocina marinera con platos como el caldero de rape o la sopa de la Vila (gambas, mejillones o rape aliados con aceite, azafrán, caldo de pescado, cebolla, harina, perejil, puerro, sal, tomate, zanahorias). ¿Y un nardo (café helado y absenta)? El ginecólogo Francisco Más Llorca, en el libro ‘Relatos con cuchara’ (2008), conjugó con maestría el vivir vilero con tan jugoso recetario.
El chocolate, confeccionado, entre el XVIII y el XIX, a lo artesanal, molturando a la piedra el grano de cacao, llegó de ultramar. Se cuenta (avenida Pianista Gonzalo Soriano) en el museo de Chocolates Valor (1881, un año antes que Clavileño y unos más de Chocolates Pérez, 1892), una de cuyas tiendas acompaña la singular bajada a la playa urbana con parque y escaleras mecánicas. Antaño, el chocolate aromatizaba la calle Colón, la del Vilamuseu (museo municipal) o el chalet de Centella (1927-1930), ahora Tourist Info.
Terminemos con agua, a veces. Al pantano del Amadorio (1959), al que también asoma Orxeta, construido para regular el escaso caudal del río hijo de la sierra Aitana tras colmatarse de fango por erosión el embalse de Relleu, del XVII, lo hemos visto lleno, vacío, desbordando. Pero de cualquier forma insufla vida a la Vila, hija también y sobre todo del mar.