La actual pandemia de COVID-19 originada en Wuhan, China, a finales de 2019 se ha extendido a lo largo de los últimos meses por todo el planeta causando un gran número de infectados y de muertes tal y como indica la Organización Mundial de la Salud.
Hasta finales del mes de diciembre el continente antártico era el único territorio al cuál el coronavirus causante de la enfermedad no había llegado.
Por el momento el único brote se ha localizado en la base chilena General Bernardo O’Higgins, situada en el norte de la península antártica, donde 36 personas dieron positivo a la presencia de COVID-19 y fueron rápidamente evacuadas a la ciudad chilena de Punta Arenas.
Son varias las razones que explican la llegada tardía del virus a la Antártida. En primer lugar su aislamiento del resto de masas continentales con un mínimo de unos 1 000 kilómetros entre Sudamérica y la península antártica, y un máximo de 3 950 kilómetros entre Sudáfrica y la región antártica más cercana.
En segundo lugar, el hecho de que en una extensión de 14 millones de kilómetros cuadrados (unas 28 veces la superficie de España) aparte de la existencia de bases científicas no existan asentamientos humanos y de que el máximo de presencia humana sea tan solo de unas 5 000 personas en dichas bases y unos 55 000 turistas durante el verano austral, lo que hace difícil que pueda haber una expansión masiva del virus en todo el continente a partir de un único brote.
La expansión del virus a nivel global a finales de febrero de 2020 también ha contribuido a esta llegada tardía ya que en esas fechas finaliza la campaña de verano de investigación y de cruceros turísticos por la región, lo que conlleva una reducción drástica de los movimientos de personas y por tanto del riesgo de introducción del virus en el continente. No obstante, a principios de marzo se detectó un brote en un crucero turístico ya en latitudes antárticas que, sin llegar a desembarcar, volvió hacia Sudamérica inmediatamente.
Situación delicada
Evitar la llegada del virus a la Antártida ha sido y sigue siendo la principal preocupación de los programas nacionales de investigación antártica por varias razones. Por un lado la protección de la salud de las personas que participan en las expediciones científicas y por otro los efectos que pudiera haber sobre la fauna antártica.
Las bases científicas en general tienen unas capacidades logísticas limitadas y cuentan solo con atención médica muy básica, de forma que la aparición de un brote de COVID-19 que derive en síntomas graves podría comprometer seriamente la vida de los afectados. A ello se unen las dificultades que supone una evacuación debido a la distancia, las condiciones meteorológicas y las infraestructuras existentes.
El riesgo de expansión del virus en la Antártida es realmente plausible ya que sus condiciones climáticas parecen permitir su viabilidad. Además, el modo de vida en la Antártida en lugares cerrados y poco espaciosos como son las bases y los buques de investigación o turísticos puede favorecer un rápido contagio de todas las personas que viven en esas condiciones.
La reducción del riesgo de introducción del virus en la Antártida pasa por la aplicación de estrictas normas de cuarentena durante dos semanas y la realización de test diagnósticos de detección del virus, como PCRs, de manera que los participantes en las campañas antárticas estén libres de la infección.
Por otra parte, durante esta campaña se han limitado los contactos entre bases y barcos de diferentes países generando burbujas en cada uno de ellos para eliminar el riesgo de dispersión del virus en caso de un brote.
Riesgo para pingüinos, focas o ballenas
Con la información actual la COVID-19 se considera una zoonosis, es decir, una enfermedad que ha pasado de una especie animal a los humanos. No es descartable por tanto que pudiera darse la situación contraria en la que el virus pudiera pasar de los humanos a otras especies animales de nuevo. Hasta el momento se han registrado varios contagios de mascotas, perros o gatos, de animales de zoológicos y de visones de granja. Por tanto una de las preocupaciones con la llegada del virus a la Antártida es cómo podría afectar a las especies nativas como los pingüinos, focas o ballenas. La información sobre la susceptibilidad de estas especies al virus por el momento es inexistente, por lo que cualquier valoración del riesgo tiene que basarse en estudios indirectos.
Algunos estudios mediante infecciones experimentales indican que algunas aves como las gallinas de corral o los patos y mamíferos como los cerdos muestran un desarrollo muy pobre de la enfermedad. Otros estudios han estimado el riesgo de infección en diferentes especies de vertebrados a partir de la estructura del receptor ACE2 que es la puerta de entrada del virus a las células y por tanto la vía de infección y propagación del virus. En este estudio tan solo están representadas dos especies de aves antárticas, el pingüino de Adelia y el pingüino Emperador, mostrando un riesgo muy bajo de afinidad al virus. A partir de los resultados se puede estimar que tanto pingüinos como otras especies de aves marinas presentes en la Antártida muestran un riesgo bajo de ser infectados por la COVID-19. Del mismo modo, las especies de focas presentes en el estudio afines a las especies presentes en la Antártida también muestran un bajo riesgo.
Sin embargo, existen otras especies que muestran un alto nivel de afinidad al virus y por tanto un mayor riesgo de infección, como son los cetáceos, incluyendo especies antárticas como la ballena minke, la orca o el cachalote.
No obstante los resultados de este estudio también indican una baja probabilidad de infección en especies como los murciélagos que, como se ha visto, podrían ser el origen del virus, por lo que, mientras que no se tengan resultados mas directos, es necesario mantener el principio de precaución y considerar que existe un cierto riesgo de infección en la fauna de vertebrados antárticos.
Grupos de riesgo
¿Quiénes serían los grupos de personas con mayor riesgo de transmitir la enfermedad? En primer lugar los investigadores que trabajan directamente con los animales serían el grupo de mas riesgo, dado el contacto estrecho con ellos.
Siguiendo las normas establecidas por el Comité de Protección Ambiental del Tratado Antártico, el acuerdo internacional que rige la actividad en la Antártida, ningún otro grupo de personas puede estar a menos de 5 metros de distancia de la fauna antártica, por lo que el riesgo de transmisión en ese caso sería muy bajo, aunque se deberían evitar los encuentros accidentales con los animales.
Existe un tercer grupo de personas presentes en la Antártida, los turistas, que igualmente no pueden acercarse a la fauna y, por tanto, presentan un riesgo bajo de transmisión del virus siempre que se cumplan las normas.
En cualquier caso, y para evitar al máximo la posibilidad de un contagio a la fauna, se han dado pautas de comportamiento, como reducir al mínimo necesario el manejo de animales, y de equipamiento, como la utilización de guantes, mascarillas, manteniendo una estricta desinfección de los materiales utilizados en el trabajo de campo. Por otra parte, también se recomienda no dejar equipamiento personal en las cercanías de las agrupaciones animales para evitar que estos puedan acercarse y eventualmente tener contacto con el material.
Andrés Barbosa, Investigador Científico, ecología, evolución y conservación, Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC).